Buenas tardes. Bienvenidos a mi blog.
Está pensado para publicar aquello que pase por mi mente, bien sea realidad (comentarios sobre noticias de actualidad, historia, etc.) o ficción (relatos, novela, incluso poesía).
También me gustaría que aquellos que lo siguierais expresarais vuestras opiniones.
Ojalá en un futuro no muy lejano, todos (vosotros y yo) estuvieramos satisfechos de leer (los unos) y de publicar (el otro) en este, el que espero, de todo corazón, sea a partir de ahora, un espacio de ocio, reflexión y opinión.
Gracias. a todos.
Un saludo.
Ricard.

domingo, 25 de noviembre de 2012

LA NOCHE.



LA NOCHE.

Manuel llegó a su casa cuando ya era noche cerrada, después de una dura jornada de trabajo. Su esposa había ido a cenar con sus mejores amigas. Las cuatro tenían por costumbre reunirse una noche al mes para resolver el mundo, actualizar novedades o destripar reputaciones. Entró en su casa, encendió la luz y fue a desconectar la alarma. ¡Vaya! Estaba desconectada. Seguramente su esposa se había olvidado de ponerla al salir a cenar. Claro, iba siempre con el tiempo justo.
Casi automáticamente se dirigió a su habitación. Dejó el abrigo en el vestidor y la chaqueta en el galán. Se desanudó la corbata y bajó a la cocina.
Apenas tenía hambre de lo cansado que estaba, pero se impuso la obligación de tomar un bocado por ligero que fuera. En la nevera había media fuente de macarrones que su esposa le había dejado del mediodía. Se puso un poco en un plato y los calentó en el microondas. Se sirvió un vaso de vino tinto del Priorat y se sentó en la mesa de la cocina a cenar. Tras tomarse un café, decidió ver un rato la televisión. Puede que su esposa regresará antes de que él se acostará. No solía terminar sus cenas a hora muy tardía.
Las noticias no eran distintas del día anterior: seguían bombardeando los mismos lugares, reuniéndose los mismos políticos pretendiendo resolver quien sabe que, matándose entre cónyuges y peleándose entre clubes deportivos. Pero no tenía ganas de acostarse todavía. A la hora del tiempo, entre pronósticos de bajas temperaturas y tiempo estable, sonó el teléfono. Vio en la pantalla que era el móvil de su mujer.
-Si, dime…
Pero no dijo. Silencio absoluto.
-Dime Marta…
Pero Marta no dijo. En cambio empezó a escuchar una respiración pesada.
-¿Marta, eres tu?
Y el sonido inconfundible del teléfono al colgarse.
Manuel se quedó mirando la pantalla del teléfono, desconcertado. Tecleó el número de Marta y antes de darle al botón de llamada volvió a sonar el teléfono.
-¿Marta?
Silencio absoluto.
-Marta, ¿eres tu?
De nuevo la respiración.
Colgaron el teléfono.
Se levantó para coger el abrigo y salir a la calle. No podía quedarse en casa esperando, llamaría a la policía desde su móvil.
No había dado ni dos pasos cuando, de pronto, se apagaron las luces de la casa.
Manuel quedó inmóvil. Escuchando el silencio. A pesar del frío, Manuel empezó a sudar. Notaba una fuerte opresión en las sienes.
Seguramente tenían a su mujer e iban a entrar en su casa para robar. O lo del secuestro exprés, que parecía haberse impuesto en los últimos años. Eso, retendrían allí a su mujer y le harían ir a la oficina a retirar una cantidad importante, amenazando con hacerle daño a Marta. Pero, en ese caso, ¿por qué no decían nada? ¿qué pretendían? ¿ponerle nervioso?
No había tiempo de llamar a la policía.
Se quitó los zapatos y, descalzo, se dirigió a su despacho que estaba en la misma planta. En un cajón de su escritorio, debidamente cerrado con llave, guardaba una pistola CZ999, recuerdo de otros tiempos. La cogió. Esperaba que entraran. No tenían muchas posibilidades de sorprenderle ya que había diseñado él mismo la casa. Los dos accesos eran blindados, tanto el que utilizaban desde el garaje como la puerta principal. No había posibilidad de acceder desde el piso superior ya que puso especial atención en diseñar la vivienda sin que hubiera ningún tipo de asidero por el que trepar.
Con el arma montada y sujetándola en vertical a la altura de sus ojos, con sus pasos amortiguados por la moqueta, se dirigió lentamente a un punto desde el que podía divisar la puerta de entrada y el ventanal de la salita. Estaba seguro de que nadie había entrado desde que él estaba en casa. No en vano había cerrado la puerta con llave al entrar y había estado también en el piso superior.
Cierto que la alarma estaba desconectada, pero la puerta estaba cerrada.
Pero la podían haber cerrado por dentro. Y había un sitio en el que no había mirado.
La biblioteca.
La puerta de la biblioteca estaba cerrada y no había luz en su interior. Puso la mano en el pomo. Cuidadosamente empezó a girarlo.
Siempre le había gustado el nombre de Manuel. Manuel Sanjuán era un nombre más conveniente que Predag Stojkovic. Sobre todo después de que el Tribunal de La Haya emitiera una orden internacional de busca y captura contra él por ser uno de los lugartenientes del general Ratko Mladic en Srebrenica. Consiguió huir. Sin barba, con el pelo mas corto y cambiando sus gafas por lentes de contacto, había conseguido esquivar a sus perseguidores. Gracias a sus estudios de arquitectura pudo iniciar una nueva vida.
Y conoció a Marta. Lo mejor que le había pasado en muchos años. Era feliz con ella. Y nadie, ni los del Tribunal ni los bosnios, conseguiría apartarle de ella. Él la salvaría. Empezarían de nuevo en otra parte del mundo. Ella comprendería. Al fin y al cabo, se querían. Y Manuel le había contado que tenía familia en Sarajevo, que era bosnio y que había conseguido huir de los chetniks. Cierto que le había dado la vuelta a la historia pero en occidente habían tomado partido por los bosnios y no se trataba de arriesgarlo todo por intentar que ella comprendiera su punto de vista.
Se centró en lo que iba a hacer. Acabó de dar la vuelta al pomo de la puerta de la biblioteca. La abrió de golpe. Se encendieron las luces y sonó un grito:
-¡Sorpresa!
Sonó un disparo.
Todos los presentes enmudecieron. Marta, de pie, con los ojos relejando una profunda incredulidad, tenía una herida en el pecho por la que le escapaba la vida. Dobló las rodillas y cayó.
Manuel, que había reaccionado al encendido de las luces disparando al centro de la sala, soltó su CZ999 de la policía serbia y se abalanzó hacia Marta, como si creyera que evitando que impactara contra el suelo iba a salvarle la vida.
Antes de que ella exhalara su último suspiro, y entre lágrimas que nublaban su visión, Manuel pudo ver el inmenso cartel que atravesaba la biblioteca con la leyenda “Feliz cumpleaños Manuel” y las bebidas y los canapés que poblaban las improvisadas mesas que allí esperaban para ofrecerle una sorpresa.
Y que sorpresa.
Entre sollozos, aferrando el cuerpo todavía caliente de su mujer, Manuel escuchó a uno de sus amigos llamando con su móvil a la policía. Ni la justicia internacional, ni los bosnios.
Había terminado pagando de la manera más cruel. Acabando por su propia mano con lo que más quería en este mundo.
Marta.
Quizás eran ciertas las cosas que dicen algunos sobre que, de un modo u otro, acabas pagando por las maldades que hayas hecho en esta vida. No le quedaba nada a lo que aferrarse. Cuando le detuvieran, las autoridades acabarían averiguando quien era en realidad. No tenía fuerzas para seguir luchando, para seguir escondiendo su verdadera identidad.
Cuando llegó la policía Manuel tenía todavía sujeto el cuerpo de Marta. Ya no sollozaba. No le quedaban más lágrimas.
Cuando se acercó el inspector, Manuel, con la mirada perdida, dijo:
-Mi nombre es Predag Stojkovic y me busca el Tribunal de La Haya.
Puso la pistola bajo su barbilla y disparó.











domingo, 18 de noviembre de 2012

EL RAPE Y LA SIRENA.



EL RAPE Y LA SIRENA.


Asemejaba un rape de tan caído como tenía el labio inferior, los ojos grandes y dientes prominentes. De hecho, cuando sonreía, podía ser considerado un rape con problemas de identidad.
De gran corazón, sus amigos (la mayoría, simples conocidos) se aprovechaban de su buena disposición para ayudar a todo bicho viviente (no solo a otros rapes, se entiende).
Alma cándida, creía que las habituales peticiones de sus servicios eran muestra de confianza y amistad, sin caer en que, cuando no se le requería para tales menesteres, su teléfono quedaba más mudo que Harpo Marx con amigdalitis.
Que si “a ti pintar se te da muy bien”, que si “habría que cambiar un enchufe”, su vida estaba llena de “muestras de amistad”.
A sus cincuenta y dos años vivía solo. Divorciado hacía ya diez años, se le pasó el arroz de tanto desconfiar ya que, pensaba él, “si me ha ido tan mal con mi mujer, es posible que todas las relaciones me vayan igual”. No caía el pobre en que quizás hubiera sido mejor repartir confianza y desconfianza entre las relaciones de pareja y las de amistad. Que de todo hay en ambas.
Cierta mañana del mes de mayo, domingo para más señas, nuestro héroe, Martín, salió a pasear. Se acercó al paseo marítimo para respirar el aire del mar. A pesar de que hacía buen día, Martín no tenía por costumbre ir a la playa hasta bien entrado el mes de junio, contentándose hasta entonces con esos paseos matutinos.
Andaba sumido en sus pensamientos, calentado por el sol, refrescado por la brisa marina, cuando surgió de las escaleras que daban acceso a la playa, con aire majestuoso, una compañera de trabajo mucho más joven que él, veinticinco años apenas, encargada de cubrir los tiempos de vacaciones en su dependencia. Con un pareo anudado a la cintura, la bolsa al hombro y el pelo mojado. Lo del pareo hacía que recordara a una sirena.
Quizás fuera por la semejanza antes señalada, lo cierto es que Martín tenía cierta tirada a lo marino, más aún si “lo marino” era una sirena de buen ver y mejor catar. Apareció la mirada de rape con problemas de identidad de tan grande como fue la sonrisa que le dedicó a ella.
Miriam, que así se llamaba la sirena, le devolvió la sonrisa y le estampó dos besos (uno en cada mejilla). Le dijo que llevaba desde primeros de mayo acudiendo a la playa cada sábado y cada domingo. Le propuso que le acompañara al siguiente sábado. Martín dijo que si. Le gustó la idea si bien era consciente de que podía ser su hija. De hecho, se sentía halagado de que una chica así, joven y hermosa, le propusiera pasar algo de su tiempo con él. La invitó a hacer el aperitivo. Lo cierto es que, tras el pertinente desfile de anchoas, patatas fritas y vermut con sifón, las sonrisas se habían ampliado. Rape y sirena parecían empeñados en ganar un casting de dentífrico.
¿Dónde acababan sus prevenciones sobre las relaciones y donde empezaban sus calzoncillos? ¿O quizás llevaba demasiado tiempo solo? Cierto que había quedado muy dañado por sus dos últimas relaciones. Había sufrido mucho. Y sabía que no tenía posibilidad alguna de funcionar una relación con una chica tan joven. Pero, al fin y al cabo, solo habían tomado el aperitivo y habían quedado para ir a la playa.
Tan pronto llegó a su casa, Martín, antes incluso de prepararse la comida, buscó en el armario sus bañadores. Todavía conservaban su dignidad.
Fue pasando la semana. Trabajo por las mañanas, algún trabajillo para sus amistades por las tardes. Hasta que llegó el miércoles.
Ese día había jornada de liga y daban el partido por la televisión de pago. Acostumbraba a ir a un bar a verlo. Cenaba y veía el partido. Así no hacía falta contratarlo en casa, salía y se distraía. Miriam le llamó a media tarde y le preguntó si vería el partido. De hecho, en alguna ocasión ella también había acudido a ese bar a ver el fútbol. Quedaron para verse allí media hora antes de que empezara.
Si, si, si…solo el aperitivo e ir a la playa el fin de semana…y ahora el fútbol, pero el se duchó (ya se había duchado ese mañana, como hacía cada día), se afeitó (lo mismo que la ducha) y se puso algo de colonia, antes de vestirse y salir hacia el bar.
Al llegar al bar, la patrona le puso en su mesa habitual. Martín le preguntó a Amparo (que así se llamaba la patrona) si cabría una persona más en la mesa. No había problema. Cabría. Asomó de nuevo su más amplia sonrisa, acompañada esta vez de una elevación del torso producida por el suspiro de alivio que exhaló nuestro héroe.
No habían pasado ni dos minutos desde que se había sentado, que apareció Miriam. Enmarcada en la puerta del bar, con el sol dando en su espalda, asemejaba una aparición.
De repente, Martín rejuveneció veinte años. Pidieron la consumición y se dispusieron a ver el partido. Los otros habituales de su mesa ya habían ocupado sus posiciones. Martín, hombre educado, les presentó a Miriam.
El encuentro avanzó entre emociones. Los consabidos “uuuyyy”, “¡árbitro sinvergüenza!” y “¡goool!” (este, repetido hasta tres veces), con los que se jaleaba el evento, pasaron a un segundo plano para nuestro héroe, que seguía con mayor atención si cabe las evoluciones de Miriam antes que las del delantero centro de su equipo. No en vano, ella recibió cada uno de los tres goles con sendos abrazos, los cuales tuvieron la virtud de darle mayor calidad al partido de la que ya tenía de por si.
Al término del encuentro, Martín pago su cuenta y la de Miriam, cosa que la muchacha le agradeció quedando en que en el partido del próximo sábado pagaría ella. Cosa que gustó a nuestro rape, ya que significaba que ella señalaba otra fecha para verse, además de las citas playeras del fin de semana, para las cuales, antes de despedirse, ya habían fijado hora y lugar. Terminó la jornada con cada oveja en su redil, no en vano al día siguiente había que trabajar.
Al día siguiente Martín emprendió el trabajo con ánimos renovados. Su compañero, sorprendido por el alarde de vitalidad, le preguntó a que se debía. Nuestro héroe, prudente por naturaleza, no le había contado nada sobre Miriam, entre otras cosas porqué no había nada y porqué su compañero también la conocía. De modo que se lo contó a grandes rasgos, omitiendo el nombre de la sirena en cuestión. El consejo de su compañero fue que aprovechara la vida sin pensar en nada más, en si podría funcionar o no, que eso lo iría viendo poco a poco.
Con el consejo de su compañero por bandolera, Martín volvió a su casa el final de su jornada laboral, se hizo la cena y se dispuso a ver una serie en la televisión.
Faltaban solo dos minutos para que empezara la serie.
Martín, armado con el mando a distancia, había tomado posiciones en el sillón de enfrente del televisor.
De pronto, sonó el teléfono.
Era su cuñada Nico. Lo de “Nico” venía de Nicolasa, que era el nombre que, con alevosía y nocturnidad, le había puesto su padre cuando fue al Registro Civil, en un día ciertamente nublado. Cabe aclarar aquí, que el padre no fue detenido por tamaña felonía, ni se le practicó control de alcoholemia alguno ya que no era cosa habitual en esa época.
Martín solo la llamaba por su nombre completo cuando se enfadaba con ella y, ciertamente, el motivo de la llamada no le hizo ninguna gracia. Nico le decía que ella y su marido Pablo habían decidido pintar el garaje de su casa ese fin de semana y que si él, Martín, con lo mañoso que era, les ayudaba el sábado por la mañana, posiblemente a la hora de comer ya habrían acabado y podrían ir tranquilos a pasar el resto del fin de semana a casa de unos amigos. Eso si, mientras Martín y Pablo pintaban, Nico prepararía una paellita para cuando terminaran.
Contrariamente a lo que en él era habitual, Martín le dijo que no podía ir ya que ese fin de semana había quedado. La respuesta no le gustó nada a su ex cuñada, acostumbrada como estaba a que él le dijera que si a todo. Quiso saber cual era el compromiso que impedía a Martín cumplir sus deseos de pintar el garaje en menos tiempo. Por primera vez en su vida, nuestro héroe respondió que “simplemente he quedado, igual que habéis quedado vosotros. Esta vez no puedo, lo siento”. Nico se enfureció y Martín, sin ninguna gana de discutir y con muchas ganas de ver la serie, decidió acabar la conversación con un “tengo que dejarte Nicolasa, buenas noches”, que le llenó de una malsana satisfacción.
El viernes, día en que trabajaba solo por la mañana, dedicó la tarde a ver si le faltaba algo. Tenía bañador, toalla para secarse, esterilla para tumbarse…¡le faltaba la loción solar! Raudo bajó a la farmacia a comprar una con protección 40 ya que tenía la piel muy blanca y se quemaba con facilidad. Cabe señalar que también se compró en la farmacia una crema reductora de abdomen ya que este notaba el descenso de ejercicio. Eso si, la farmacéutica, persona honrada donde las haya, le aseguró que en un día no se moldea el abdomen, y que si tenía querencia a la cuchara y rechazo al ejercicio, poco podía hacer la mejor de las cremas.
Y por fin llegó el gran día. Martín salió de casa con una camiseta y el bañador, llevando la toalla en el hombro y en una bolsa el resto de artilugios: crema protectora, crema protectora para el pelo (efectivamente la farmacéutica le había asegurado que también se daña el pelo y que había que protegerlo), esterilla, la cartera y el tabaco.
Se encontraron en las escaleras de la playa. Ella con el pareo, el bikini y la bolsa. Tendieron las esterillas en un lugar que no estaba mal. De hecho, los mejores lugares de la playa estaban ocupados por gente mayor, ya que tenían costumbre de acudir muy temprano a la playa, casi se diría que cuando acababan de poner el sol en el escaparate.
Tras tomar un baño, se tumbaron en las esterillas. Se rebozaron en crema solar (Martín contempló con satisfacción que Miriam también se ponía crema solar protectora para el pelo. Es decir, que a él no le habían “tomado el pelo”, nunca mejor dicho, en la farmacia).
Miriam se tumbó boca abajo en la esterilla, se desanudó el sujetador y le pidió si le podía poner crema en la espalda. Claro está, ya he señalado más arriba que Martín era un “manitas” y siempre estaba dispuesto a ayudar. Y en este caso más. Se diría que moldeó la espalda de la sirena. ¿Sirena decía? Pues con el ronroneo de satisfacción que emitía más parecía gatita. Sirena o gatita, la cuestión es que alabó la habilidad de Martín diciendo aquello de “que manos tienes, un día de estos me has de hacer un masaje”.
¡Ay, que débil es la carne humana! Y más todavía la masculina en cierto lugar de la geografía corporal. Eso hizo que nuestro héroe tuviera que tumbarse también boca abajo y en una súbita revelación se le ocurrió pedirle a Miriam que le extendiera a su vez crema por la espalda. Ella sonrió, se incorporó y Martín no sabía donde mirar. Para ser claros, sabía “donde quería mirar”, pero no si tenía que girar la cabeza de modo ostensible poniendo en serio riesgo sus cervicales. Es decir, decidió ser discreto.
Miriam se puso a horcajadas sobre su espalda y empezó a extenderle la crema con un suave masaje. Afirmó que no tenía tanta práctica como él, a lo que Martín respondió alabando el masaje.
Se pasaron el resto de la mañana hablando. Ella le contó que además de las suplencias en su trabajo le quedaban pocas asignaturas para terminar la carrera de psicología. Respecto a su vida personal, le explicó que un año atrás había roto la relación que mantenía con su novio desde hacía tres años. “Así pues, tanto tu como yo estamos solteros”. Asomó de nuevo la sonrisa de rape con problemas de identidad.
Después de pasar tres horas en la playa, repasando política, economía, cine, teatro y gustos culinarios, se despidieron con dos besos quedando para ver el fútbol esa noche.
Pasaron las horas y con ellas la comida, la tarde y el fútbol. Al salir del fútbol empezaron a caminar sin rumbo fijo. Al fin y al cabo hacía una noche espléndida.
Al llegar ante un portal Miriam se detuvo y le dijo si quería subir. Martín la tomó de la mano y la besó. Suavemente. Luego se transformó en un beso lleno de pasión. Cerraron los ojos.
Algo perturbó a Martín.
Un ruido ensordecedor.
Totalmente alterado buscó con la mirada de donde procedía.
Al fin lo descubrió.
Sobre la mesilla de noche de su habitación sonaba impertinente el despertador que le despojaba del más bello de sus sueños para arrojarlo en brazos de una nueva jornada de trabajo.























jueves, 1 de noviembre de 2012

Reflexión nº 5



REFLEXION Nº 5


Esta misma semana he leído una noticia que ha acabado por despertarme. Un hombre se ha arrojado por la ventana cuando ha visto que llegaba la delegación judicial para embargarle la vivienda. Ha sido en Granada. Ha muerto. Apenas una hora y media más tarde, un hombre en Burjasot (Valencia), casado y con dos hijos, tras ver llegar desde su balcón a la delegación judicial, con la misma misión (únicamente se ingresaba el sueldo de su esposa, de baja por depresión, y acostada en ese momento), se acercó a su hijo, que estaba viendo la televisión, le besó en la frente y salió al balcón arrojándose al vacío. Su hija no estaba en la vivienda en ese momento. Sobrevivió con graves heridas (según parece cayó de pie, cosa la cual no garantiza la supervivencia del que se arroja al vacío).
Tras el relato de los hechos (de Granada y de Burjasot), cabe analizar las circunstancias que llevaron a tan dramática decisión a ambas personas.
En ambos casos, se había llegado a una situación límite. Sin ingresos (o muy limitados) en la unidad familiar, con una deuda que ahoga la existencia de la familia, cabe preguntarse como se ha llegado a esta situación.
Hablamos de una cultura propia del país, de aquella creencia en que se debe asegurar la vivienda. Más exactamente la vivienda en propiedad, ya que es creencia general que si pagas la cuota de una hipoteca por tu vivienda, es similar a pagar un alquiler con la diferencia de que llegará un momento en que será tuya. En la sociedad prehistórica de cazadores recolectores, se diría que hay que tener una cueva en la que guarecerse de las inclemencias del tiempo. No es vana la comparación con las sociedades prehistóricas por cuanto prestigiosos antropólogos sostienen que, por mucho que haya avanzado, o se haya sofisticado la sociedad, seguimos siendo la misma sociedad de cazadores recolectores que fuimos en la prehistoria.
La cuestión es: ¿cómo hemos asegurado la vivienda, la cueva en la que guarecernos (a nosotros y a nuestra familia) de las inclemencias del tiempo?
Hoy no es tan fácil como en la prehistoria. Menos en Europa, donde por cuestiones de espacio, en las clases trabajadoras (o trabajadoras por cuenta ajena, por mejor expresarse), se desarrolla una sociedad vertical. No hay casas, sino pisos. Vivimos unos encima de otros. No solo físicamente. También en sentido figurado.
Intentaré explicarme.
Aproximadamente desde 1986 (coincidiendo con la proclamación de Barcelona como ciudad olímpica para 1992) se inició el despegue en los precios de las viviendas. Hablamos de que un mes antes un piso en el barrio de l’Eixample (en pleno centro de Barcelona), con cuatro habitaciones, podía costar entre seis y diez millones de pesetas (según acabados), es decir, puesto en precio y divisa actuales, entre treinta y seis mil y sesenta mil euros. Tras la proclamación de Barcelona como sede de los juegos, un piso de similar tamaño en la misma zona, pasó a costar veinte millones de pesetas (aproximadamente, ciento veinte mil euros). Como puede verse, el incremento fue de los que hacen época. Sin embargo, no todo es imputable al evento olímpico por cuanto en el resto del estado se reprodujo la misma situación sin que, por ejemplo, Girona, San Sebastián o Madrid fueran proclamadas sedes olímpicas.
A partir de ahí, se inició una espiral imparable. Espiral que llevó a que quien quería una nueva vivienda, para poder pagar el precio que le solicitaban, tomara dos decisiones: la primera, solicitar una hipoteca para afrontar la adquisición de la nueva vivienda; la segunda, vender su antiguo piso por un precio muy superior al que valía (a partir de ese momento, a ese nuevo precio se le denominaría “precio de mercado”), para así pedir una cantidad menor de hipoteca y afrontar un endeudamiento inferior que le permitiera vivir sin agobios.
Pero, ¿y aquel que adquiría una vivienda sin tener una anterior? Aquel que buscaba su primera vivienda, para entendernos. Bueno, pues ese afrontaba la adquisición sin tener el soporte de un precio (el de la antigua vivienda) que le rebajara la deuda que tenía que afrontar. Claro que, en esos casos, se puede decir que adquirían esa “vivienda antigua” del que pretendía el nuevo piso. Pero es que esa vivienda antigua (recordemos el ejemplo anterior sobre pisos nuevos), pasaba de dos millones de pesetas (doce mil euros) a esos mismos seis o diez millones (treinta y seis o sesenta mil euros) del piso nuevo anterior a septiembre de 1986.
La deuda que se debía afrontar se acababa solventando con un salto hacia delante cuando se decidía adquirir una vivienda nueva, por ejemplo una casa en lugar del piso. En muchos casos, fuera de la capital, con el consiguiente incremento del parque automovilístico de las familias pasando de uno a dos coches para acudir al trabajo (que, generalmente, seguía estando en la capital).
Para que ese estatus, para que esa solución de adquirir un bien a un precio mayor rebajando la nueva inversión con la venta del bien anterior, tenía que seguir creciendo la demanda de viviendas. Eso si, no hablamos solamente de las ventas que hicieran particulares. Tan grande era el movimiento en el sector inmobiliario que florecieron las empresas del ramo, las recalificaciones de terrenos y la siembra de nuevas casas. Y digo así porque se recalificaron terrenos para pasar a crear urbanizaciones en lugares cada vez más inverosímiles. De hecho, ha aparecido de un tiempo a esta parte la figura de las urbanizaciones fantasma, donde se construyeron viviendas hoy abandonadas (más que eso, ni siquiera estrenadas).
Tan gran incremento del parque inmobiliario dio al traste con la política del “salto adelante” que utilizaban las familias al bajar los precios de los inmuebles tanto nuevos como usados. Aquello que se consideraba la panacea para que se pudieran adquirir viviendas por parte de quienes menos podían (que bajaran los precios), paso a ser el hundimiento de muchas familias. Se trataba de que todo el mundo pudiera bailar, pero fue la ruina de los que ya estaban bailando. De pronto se encontraron con una vivienda valorada en el momento de la compra en cuatrocientos mil euros, con una hipoteca de trescientos mil, de los cuales existía un saldo pendiente de doscientos ochenta mil y que, con la bajada de precios, no podían vender ni por el saldo pendiente de la hipoteca. A lo sumo, necesitando doscientos ochenta mil, les ofrecían doscientos cincuenta mil, cantidad con la que no resolvían el problema. Se pensaba que volverían a subir los precios pero, en lugar de eso, siguieron bajando. A ello se unió el estallido de la crisis económica a nivel mundial. La cuestión inmobiliaria arrastró no solo a familias si no también a entidades financieras. Se prestó por encima de la capacidad de endeudamiento de las familias pero también por encima de la capacidad de reacción de muchas entidades financieras. Por encima de aquello que podían afrontar. En el clásico ejemplo de “¿qué sucedería si un día todos los clientes reclamaran su dinero?”.
Hubo entidades que prestaban por debajo del tipo de interés de referencia entre Bancos y retribuían el dinero que ingresaban los clientes a un tipo muy superior. Dicho de otro modo: sembraban patatas a cuatro pesetas y las vendían a tres.
El auge del mercado hipotecario llevó, como consecuencia, al del resto del mercado. El crédito pasó a ser una nueva forma de vida, no en vano las series americanas nos mostraban que todo bicho viviente paga allí hasta los cafés con leche con tarjeta de crédito. Las mismas entidades financieras que se animaron a conceder créditos hipotecarios, se animaron a facilitar el dinero en cualquier ámbito: uno se compraba una vivienda más grande, debía adquirir nuevos muebles (tampoco se trataba de aprovechar los que se tenía, que caray, que hace ilusión estrenar); se cambiaba el coche y, por un poquito más de lo que hubiera pagado por el coche que se ajustaba a sus necesidades, adquiría el que colmaba sus sueños; al fin y al cabo, pagando en cómodos plazos, podías adquirir cosas que ni podías imaginar tener años atrás, electrónica, ropa, cámaras fotográficas o de video, etcétera.
La llegada de la antedicha crisis económica internacional, conllevó a un reajuste económico (macroeconómico diríamos) que, juntamente con la bajada del mercado hipotecario interior, llevó a las familias a la ruina. Sencillamente, con la crisis la gente, que bastante tiene para sacar cabeza, no consume. Por tanto no se vende. Las empresas tienen menos ventas, menos beneficios. Muchas de ellas rebajaron plantillas. Para empezar, porque el siguiente paso fue cerrar.
No afectó solo al sector privado. El sector público reaccionó ante la crisis:
-Incrementando impuestos como el IVA. Notoriamente el más injusto y que más influye en la vida diaria de las personas (físicas y jurídicas). No en vano aumenta los precios en la misma proporción sin tener en cuentas las rentas que perciben aquellos que los pagan. Así, el incremento a la hora de pagar un café o una botella de leche es el mismo para una persona con ingresos limitados que para un millonario. A diferencia del IRPF, en el que cada cual paga en función de los ingresos que percibe, en el IVA la carga es la misma para todos.
-Modificando prestaciones. Hoy en día hay menos medicamentos financiados por la Seguridad Social y además se paga una tasa. Los pensionistas, además, acostumbrados a percibir los medicamentos a coste cero, deben afrontar ahora el pago de la tasa y un porcentaje del precio. Hay que tener en cuenta que se trata, en su mayoría de gente que ha cotizado a lo largo de su vida y que ha llegado a una edad en la que el consumo de medicamentos se incrementa, pasando a ser crónico en lugar de ocasional.
Otra que se modifica es el paro. Aquellos jóvenes que convivan con los padres, pasado un tiempo pasan a dejar de tener derecho a percibir la prestación (“como viven con los padres, pues no tienen gasto”). Claro pero, si viven con los padres posiblemente sea porqué no tienen la capacidad económica suficiente para vivir por su cuenta de alquiler, y ya no digamos de propiedad.
-Recortando servicios. Aquí entra la asistencia sanitaria universal y gratuita, paradigma de la sociedad de bienestar. Se reduce los servicios, las intervenciones e incluso los centros de asistencia. Aumenta el cambio el tiempo de espera para visitas, intervenciones quirúrgicas, etc.
-Rebajando salarios. A los empleados públicos (funcionarios), los cuales han visto congelado su salario, cuando no recortado, siendo la última la no percepción de la paga de navidad.
Eso sí, luego saldrán noticias en las que se instará a la Administración a tomar medidas para incrementar el consumo ante la bajada de ventas. Pero, ¿qué consumo quieren que crezca? O mejor dicho, ¿con que dinero se va a consumir?
Ante todo este panorama las familias han visto disminuir sus ingresos debiendo afrontar los mismos pagos. Llega un momento en que se acumulan las cuotas (lo que se debe) y se ingreso lo mismo. La angustia crece porqué no se ve salida posible.
Ese cúmulo de circunstancias son las que llevan a la desesperación que ha llevado a los hechos de Granada y de Burjassot. Y posiblemente haya más que no conocemos.
La pregunta es: ¿cuánto tiempo aguantará (aguantaremos) la gente esta situación? Quizás llegue un momento en que el Estado mismo, incapaz de ayudar al pueblo a resolver, a salir de este atolladero en que lo han metido (no “se han metido”, “lo han metido”), se verá superado, no se yo si con algo parecido a la desobediencia civil o a una auténtica revolución. De momento las protestas son cada día más numerosas. Antaño lo de manifestarse era cosa de jóvenes, hoy manifestarse no tiene edad. Como en otros tiempos, ha existido represión contra ese movimiento de protesta (en su gran mayoría, pacífico). Pero llegará un momento en el que el mismo policía que empuñe la porra tendrá ante si a su padre, a su esposa o a su hija, manifestándose porqué no tendrán otro remedio. Ante una situación así, ¿ese mismo policía hará lo mismo, o se unirá a los manifestantes?