Buenas tardes. Bienvenidos a mi blog.
Está pensado para publicar aquello que pase por mi mente, bien sea realidad (comentarios sobre noticias de actualidad, historia, etc.) o ficción (relatos, novela, incluso poesía).
También me gustaría que aquellos que lo siguierais expresarais vuestras opiniones.
Ojalá en un futuro no muy lejano, todos (vosotros y yo) estuvieramos satisfechos de leer (los unos) y de publicar (el otro) en este, el que espero, de todo corazón, sea a partir de ahora, un espacio de ocio, reflexión y opinión.
Gracias. a todos.
Un saludo.
Ricard.

jueves, 31 de mayo de 2012



Microcuento: El palo y la rosa.

Juan había salido “a tocar el tambor”, es decir, a pegarle a todo el que se le pusiera por delante. Es lo que acostumbraba algunas tardes por semana. Tenían aterrorizada a la población ya que nunca sabían por donde iban a aparecer.
Con sus cazadora de cuero, sus tejanos, sus botas “Dr.Martens” con la puntera reforzada, y su corte de pelo al uno. Lucía una cruz gamada tatuada en el lado derecho de su cuello.
Desde las ocho de la mañana a las cinco de la tarde trabajaba en un taller. Los coches eran su pasión y las dictaduras fascistas europeas del siglo XX las del dueño del taller, Paco Contreras.
Aquella mañana habían desayunado juntos en el bar del cuñado de Contreras, Pepe. Sentados ante sus respectivos bocadillos y cervezas, fueron a sentarse en la mesa de al lado dos operarios originarios de Latinoamérica, “sudacas” o “panchitos” en el lenguaje de Paco y Pepe.
-¡Por favor, que asco, aquí tampoco se podrá desayunar en paz! –soltó Paco Contreras-.Pepe, a ver si sanidad te va a cerrar el bar…
-A ver, vosotros dos, no se os ha perdido nada aquí. Y menos llevando vuestros propios bocadillos –terció Pepe.
-Nosotros venimos a desayunar. Nuestros compañeros nos han dicho que aquí no hay problema en llevar el propio bocadillo, si uno se toma la bebida –dijo uno de los operarios latinos.
-¿Qué pasa? ¿Vas a poner tu las normas en mi bar? –rugió Pepe.
-Nosotros no queremos problemas, solo queremos desayunar.
-¡Venga largo de aquí!
Los dos operarios salieron del bar.
-¿Lo ves Juan? –dijo Paco- A estos hay que demostrarles quien manda o se te suben a las barbas.
-Si Paco, ni a usted ni a Pepe se les subirán nunca. Ni a mi tampoco.
-Bah, bah…¿hablas de tu grupo de amiguitos? ¿qué hacéis? Un sustito por aquí, una sacudida por allá…Nada serio.
-Nadie se atreve con nosotros…
-Ni vosotros os atrevéis con nadie…en serio, quiero decir…Si os atrevierais…
-¿A qué?
-No tenéis lo que hay que tener…
-Pónganos a prueba.
En ese momento se sentó con ellos un destacado político.
-Buenos días Paco. ¿Sabes quien soy chaval?
-Si, usted es el señor…
-Suficiente chaval, no es necesario ni prudente decir mi nombre en estos casos. Paco me ha dicho que eres un buen chico, un patriota que sufre por su país roto, débil, infectado. Pues bien, ya es hora de que demos un paso adelante.
-Si señor…
-Juan –intervino Paco-, abre las orejas y cierra el pico.
-Bien Juan –prosiguió el político-, Paco y Pepe son amigos tuyos, ¿no?
-Claro.
-¿Qué dirías si te digo que uno como esos que acaban de salir, inspector de sanidad, tiene entre ceja y ceja cerrar este bar?
-¿Por qué?
-Porqué Pepe también es un buen patriota…pero, aquí, lo de menos es le porqué. Lo que importa es que piensas hacer al respecto, que serías capaz de hacer por un amigo, buen patriota.
-Lo que usted me diga…
-Lo que tu supones y que deje de ser un problema…para siempre. Paco te dará la información necesaria para que le encontréis, yo tengo que irme. Buenos días.
Y ese tarde, Juan y sus amigos habían salido “a tocar el tambor”.
Llegaron a la calle donde vivía el inspector de sanidad. Era una calle lateral, casi un callejón, se diría que un escape entre una calle amplia y una avenida. Con la llave que les había entregado Paco abrieron el portal. Subieron a pie los tres pisos. Ya estaban ante la puerta del dúplex donde vivía el objetivo. “Estará allí con su puta”, les había dicho Paco, “porqué una española que se acuesta con esa purria tiene que ser una puta”.
Con la segunda llave entraron en el piso. Escucharon atentamente y detectaron ruido en el dormitorio. Dieron una patada en la puerta y entraron. Juan se quedó helado. La chica que estaba en la cama con el inspector, “el daño colateral”, era su hermana. Ella le miró con los ojos fuera de las órbitas. Los compinches de Juan le miraron esperando sus movimientos. El cráneo de su hermana crujió bajo el peso del bate de beisbol de Juan. Lo demás fue una orgía de sangre, los otros cuatro compinches dejaron al inspector convertido en pulpa.
Aquella noche los padres de Juan estaban nerviosos ya que Loli, su hija, no había llegado todavía a casa, a pesar de que les había dicho que les contaría algo en la cena. Estaba ilusionada. Su madre pensó que quizás les hablaría ya del chico con el que llevaba dos meses saliendo. Hasta entonces solo le había contado que trabajaba de inspector de sanidad, “pues hija, el día que lo traigas a casa avísame con tiempo, no vaya a inspeccionarme el piso y me acabe poniendo una multa”, “jajaja, que exagerada eres mamá”. Pero no había llegado. Y ellos sufrían. Y su hijo estaba nervioso. Estaba muy raro esa noche.
El televisor les hacía compañía como cada día. Era algo mecánico, un hábito. De repente interrumpieron la programación:
“Este es un avance informativo. Un inspector de sanidad y su novia han sido hallados muertes, brutalmente asesinados en su casa. La policía ha detenido a los presuntos asesinos tras haber sido identificados por un grupo de vecinos que les vieron salir del inmueble. Prosigue la búsqueda de un quinto asesino, presuntamente el cabecilla. Se investiga la posibilidad de que se trate de un crimen racista por cuanto el cabecilla era hermano de la joven y su novio era de origen latino”.
Los padres, horrorizados, miraron la puerta cerrada de la habitación de su hijo, justo a tiempo de escuchar el disparo que les dejó sin hijos.
Paco y el político desayunaron juntos en el bar de Pepe.
-Bueno, ya nos hemos librado del inspector. Ya no hurgará más en sus negocios –comentó Paco mientras sorbía un café.
-Si, y sin riesgo de que nos relacionen.
-Lástima. Juan era un buen chico y muy servicial.
-Bah, no te preocupes Paco, siempre hay algún que otro Juan dispuesto a servirnos.
-Usted siempre tan sabio.





lunes, 28 de mayo de 2012



Microcuento: EL HOMBRE DE LA MOCHILA AZUL.

Se acostó temprano. Desde que salió de casa a las siete y media de la mañana hasta que regresó las ocho de la tarde había tenido un día muy ocupado. Solo había parado media hora para desayunar y una hora para el almuerzo. Cenó casi obligándose, sin apetito. Una cena frugal a base de dos piezas de fruta y un trozo de queso.
Se lavó los dientes y se acostó. Apenas eran las nueve y media de la noche. Estaba tan cansado que empezó a dar vueltas en la cama sin poder conciliar el sueño.
Llevaba una hora intentándolo cuando decidió levantarse y tomar un vaso de leche caliente por ver si así conciliaba el sueño.
Introdujo el vaso en el microondas, cerró la puerta y funcionó sin que él lo hubiera conectado. Pensó que le habría dado al botón sin darse cuenta. Sacó el vaso de leche y la tomó con calma para no quemarse.
Se acostó de nuevo. Intento dormirse. La calidez de la leche le fue sumiendo lentamente en una placentera modorra.
Al rato, distinguió un sonido repetitivo. Un goteo. Intentó ignorarlo pero acabó por desvelarle. Se levantó y fue a la cocina ya que de allí era de donde provenía el ruido. Cerró el grifo (no recordaba haberlo abierto).
Encendió un cigarrillo por ver si le relajaba y acababa cayendo en brazos de Morfeo. Pensó que quizás se debía al cansancio. Volvió a acostarse. Al cabo de media hora consiguió dormirse al fin.
Pero el sueño estuvo lejos de ser reparador. Tuvo una pesadilla en la que llegaba a su trabajo, el Banco, y a la media hora de abrir llegaba un hombre con una mochila azul al hombro. Bigote y barba poblados, gafas gruesas de carey y una sonrisa franca. Se sentaba frente a él interesándose por una tarjeta de crédito. Mientras le explicaba las distintas modalidades y los requisitos necesarios, el cliente respondió que curiosamente tenía la nómina dentro de su mochila. La abrió y sacó una pistola automática con la que le apuntó a la cabeza.
No había nadie más que su compañero. El hombre de la mochila azul conminó al compañero a que vaciara la caja y pusiera el dinero en una bolsa de transporte de efectivo.
Cuando recogió la bolsa le cayeron el bigote y la barba. Se hizo un silencio profundo, helado. El hombre de la mochila azul les miró:
-Lo siento por vosotros, me habéis visto y no pienso ir a la cárcel.
Dicho esto, apretó el gatillo entrando el proyectil por la frente de su compañero. Se giró hacia él:
-Por favor, no…no le he visto…ni le miro…Llevaba barba y bigote y luego ya no me he fijado…
-Lo siento…
Y sonó la pistola….
Y despertó. Estaba sonando el despertador.
Estaba empapado en sudor. Era como si no hubiera dormido. Él ya sabía de estas cosas puesto que su padre, trabajador de banca como él, había fallecido siendo él un adolescente.
Tomó una ducha y se preparó un café. Se vistió y salió a trabajar. A su compañero simplemente le dijo que había pasado una mala noche.
A la media hora de abrir, entró un hombre con una mochila azul al hombro.
Lucía barba y bigote.
Y a él le empezó a caer una gota de sudor de la frente.
Y se acordó de su padre fallecido.
Y de no poder dormir…quizás su padre le había querido decir algo…





martes, 22 de mayo de 2012

Buenas noches. He publicado "Chez Carmen" desde el principio. Es la continuación de "El sanatorio". Todavía falta para que termine. Espero que os guste.


CHEZ CARMEN

Lucía un afeitado impecable. Siempre salía a la calle hecho un pincel. Se había cuidado siempre. La camisa impecablemente planchada, el nudo de la corbata perfecto, el traje hecho a medida por su sastre de confianza. Los zapatos, italianos, relucientes. Se miró al espejo: el peinado estaba perfecto.
En París era costumbre cuidarse. En cambio cuando estaba en su pueblo, en Tona, provincia de Barcelona, sus hábitos se consideraban una rareza. Incluso había quien guardaba dudas sobre su hombría. Bueno, más que guardarlas las exponía públicamente.
Esas eran cosas del pasado. Un pasado que incluía los estudios, en Barcelona primero y en Madrid después, que le habían llevado a la carrera diplomática. Influyó mucho su pertenencia a Falange. Ahora, Juan Manuel Manteca era agregado cultural en la embajada española en París. Establecía contacto con los exiliados. Incluso les ayudaba. Una sonrisa cómplice aquí, un silencio a tiempo allá, le servían para ir ganando su confianza. Algunos le llegaron a ver como un diplomático del Régimen que, en realidad, trabajaba en contra del mismo y a favor de los sueños y anhelos de aquellos exiliados, alguno de los cuales ya pensaba en reservar tumba en algún cementerio parisino.
Ninguno de ellos sospechó nunca que Manteca enviaba por valija diplomática informes de todas las conversaciones que tenía con ellos, planes que descubriera, de la localización de los más buscados. Ni que recibía a través de la misma valija instrucciones, alguna de las cuales justificaba la reserva de tumba en París.
En realidad, como en toda novela de espías que se precie, el cargo de agregado cultural en la embajada era una tapadera. Era miembro de los servicios secretos. Y extraordinariamente hábil en las artes negras, amén de cruel y falto de compasión alguna.
Esa tarde iba a un bar del Quartier Latin, Chez Carmen, donde sabía que se reunían emigrantes en algún caso conectados con los exiliados. Su objetivo era un líder de la oposición al Régimen. Iba de caza mayor.
Monsieur Peláez estaba comiendo en el bar con Carmen. Su compañera compartía ese momento de descanso del periódico que él se tomaba a mediodía. Carmen hacía buenas migas con la cocina francesa tanto como con la española, acabando su bar por ser un compendio de ambas gastronomías, ya que consideraba que para ser buena en lo de los demás, primero debía serlo en lo suyo.
Peláez había publicado un libro. Si, finalmente se tomó al pie de la letra el encargo de Conrado Berenguer y éste no le falló, ya que también tenía contactos en el mundo editorial francés. Las ventas del libro les habían dado una cierta comodidad en su vida. Habían pagado el bar y el piso. Y teniendo ambos trabajo (ya que Peláez continuaba en “Le Monde”) podían vivir con comodidad. No era como para comprar una lujosa vivienda en Les Champs Elysées, pero tampoco lo consideraban una necesidad vital.
Si daba para que el hijo de Carmen les visitara tres o cuatro veces al año. Estaba pensando en casarse con su novia y, aunque Carmen quisiera verlo feliz, no obsta que le preocupara que la hicieran abuela. Al fin y al cabo no era tan mayor y con su relación con Peláez volvía a sentir la chispa, la ilusión de construir algo nuevo, de volver a ser feliz, a sentirse querida, deseada. Peláez (Enrique para ella) vivía pendiente de hacerla feliz. Se le encendían los ojos al verla y a ella la piel cuando la tocaba.
Carmen se había empezado a interesar por la política tras haber tenido que huir de Barcelona con Peláez. En su pequeño mundo nunca llegó a advertir que la paz que allí reinaba era la paz de los cementerios. Fue empezar a ver, sentirlo en propia carne y abrir los ojos. Antes eran todos “rojos”. Ahora sabía diferenciar entre comunistas y socialistas, que significaba ser liberal, democratacristiano o que diferenciaba a los partidos conservadores, a los partidos de derechas, en una sociedad democrática de lo que representaban en una dictadura.
Tras hacer los honores a unas torrijas, debidamente acompañadas de una copa de cognac, Peláez cogió las manos de Carmen, la mirada incendiada. Carmen, coqueta, sonrió y viró su mirada.
Vio entrar a un hombre elegante, impecablemente vestido, afeitado con precisión y oliendo como pocas veces había olido a alguien. Se hacía mirar. Se veía. Era nuevo en su bar.
Peláez vio su mirada. Una punzada de celos hizo erguir su cabeza. Una sonrisa de Carmen y un apretón de manos los disolvió. Se irguió sobre la mesa y le besó. El nuevo parroquiano se acercó a ellos:
-Bon après-midi, Madame…Monsieur.
-Bon soir Monsieur.
-Disculpe patrona, mi nombre es Juan Manuel Manteca…quizás hayan oído hablar de mi…
-Si –dijo Peláez-, el agregado cultural de la embajada.
-Efectivamente…
-¿Sabrá el señor agregado diferenciar entre Goya y Picasso? Una pista…no son jugadores de fútbol.
-¡Enrique! –terció Carmen-.
-No se preocupe señora –dijo Manteca- quizás Monsieur Peláez no ha hablado con los exiliados…
-He hablado con las lápidas…
-Poco le habrán dicho…
-Lo suficiente…
La tensión se palpaba. Los dos hombres cruzaban sus miradas. Puro fuego. Pura rabia.
Atento a la disputa estaba Antonio Mayo, el hombre de confianza de Conrado Berenguer. Terció en el asunto.
-Haya paz, señores, haya paz.
-Tengo que volver al periódico. Hasta luego cariño –Peláez besó a Carmen y se fue-.
-Disculpe a mi hombre Sr. Manteca.
-Nada, nada. Ya comprendo que en determinados ambientes existe mucha desconfianza.
-¿A qué debemos su visita? –inquirió Antonio Mayo-.
-Tengo entendido que este es un local frecuentado por inmigrantes españoles. Y allí donde los haya voy yo a ofrecer mis servicios. Para lo que pudieran necesitar.
-¿Y en qué consisten los servicios de un agregado cultural? –quiso saber Carmen-.
Antonio Mayo sonrió. Manteca respondió.
-En principio ayudarles en cualquier tema referente a actos culturales que quieran organizar. Ofrecer la ayuda de la embajada en ese ámbito. Eso si, sin menoscabo de ofrecerme como enlace de la misma para aquellos temas que se necesiten, aunque no estén directamente relacionados con mi ámbito de trabajo. En definitiva, hacer un poco de consejero y otro poco de “solucionador”, si se me permite la expresión.
-Buenos, pues ya lo sabemos –dijo Carmen-. Pero hoy no es día muy concurrido, al menos de españoles.
-Les dejo una tarjeta con el teléfono de la embajada y mi extensión –Manteca sacó una tarjeta de visita de su cartera-. Cualquier cosa que necesiten Vds. o algún paisano, no duden en llamarme.
-Gracias, lo tendremos en cuenta –respondió Carmen-.
-Buenas tardes.
-Buenas tardes, señor agregado.
Manteca salió del bar. Mayo le dijo a Carmen:
-Por fuera huele bien. Habrá que saber si también por dentro.
Manteca salió a la calle. Encendió un cigarrillo, levantó la mirada y cruzó la acera. Tras él empezó a caminar un hombre al que había visto hablando con una mujer.
Manteca giró en la primera esquina y se detuvo a los diez metros. Se volvió. Llegó el hombre que estaba enfrente.
-Hola “Verrugas”.
-Hola Sr. Manteca.
Juan Carlos Hermosilla, alias “El Verrugas”, era miembro retirado de la Guardia Civil. Fiel servidor del Régimen y convencido de su credo, el mal nombre le venía dado por unas excrecencias pilosas aparecidas allí donde la espalda perdía su augusto nombre (afirmaban unos), o porqué difícilmente te lo podías sacar de encima (afirmaban otros, los que más le apreciaban). Era un perseguidor nato y resultaba muy difícil darle esquinazo. Cuando se retiró le ofrecieron seguir trabajando para el servicio secreto, cosa que aceptó de mil amores.
-Dime.
-Verá, he seguido a Mayo hasta aquí –explicó el Verrugas-. No ha establecido contacto con Berenguer. Ese pájaro no ha asomado todavía el pico.
-No le pierdas de vista y mantenme informado.
Entretanto, en Chez Carmen, Antonio Mayo avisaba a la patrona.
-No se fie nunca de un diplomático. Algunos van más allá. Y como no sabemos seguro quienes son santos y quienes pecadores habrá que andarse con ojo, que ya se sabe que en este mundillo la indiscreción es la antesala del velatorio.
-No se preocupe Antonio, que no soy persona que vaya a soltar prenda de mis parroquianos.
En una de las mesas del bar estaban jugando a las cartas cuatro habituales del bar.
Monsieur Labbé era un profesor universitario jubilado. Eminente matemático, había cultivado toda su vida la afición por la política y la historia. No en vano había luchado en la resistencia durante la II Guerra Mundial.
Monsieur Clouzot, policía retirado que colaboraba en ocasiones con Peláez para “Le Monde”, era de natural el más reservado de los cuatro…cuando no se soltaba contando algo que sabía centraría en él la atención de los demás. Pero sin llegar a la indiscreción.
Monsieur Chaban, Jean para los demás jugadores en tanto que el más joven, abogado de profesión, se relajaba con las partidas después de andar todo el día entre casos y clientes, alguno de los cuales pondría los pelos de punta a cualquiera.
Juan Caballero era un exiliado español. Llegó a Francia como emigrante pero nada más llegar se implicó en ayudar a los exiliados, no en vano, en su tierra, ya tenía inquietudes políticas. Inquietudes que fueron responsables en gran medida de su decisión de emigrar. Mecánico de profesión, había ingresado en el PS francés, desde donde su ayuda podía ser más efectiva.
-Por cierto Juan –dijo Monsieur Clouzot-, ¿sabe Vd. el cuerpo que encontraron flotando en el Sena hace una semana? 
-Si.
-Pues era un emigrante español. Estaba afiliado al PCE.
-No lo sabía.
-Una cosa que no salió en los periódicos: le faltaban las uñas de las manos. Le torturaron antes de matarlo de un balazo. Y no solo fue lo de las uñas…
-¡Ya está bien Clouzot! –protestó Jean Chaban-, bastante tengo con lo que oigo cada día en los tribunales para que me amenice la partida…
-Pues no debería ser tan sensible, Jean. Debería estar más curtido.
-¿Y a quien o quienes creen Vds. responsables de la muerte de ese hombre? –inquirió Monsieur Labbé sin levantar la mirada de las cartas-. Y sobre todo, ¿por qué le torturaron?
-No hace falta ser un lince para suponerlo –dijo Juan- ¿no lo cree así Antonio?
Antonio Mayo se acercó a la mesa.
-Si, realmente no hace falta tener mucha imaginación. Lo conocía. Se llamaba Pascual Herranz y era persona muy activa en el mundillo político. Quizás su propia notoriedad fue la que puso sobre aviso al enemigo. Pero lo cierto es que a todos los que estamos en el terreno de juego nos pueden partir una pierna.
Con la noche llegó Peláez. Carmen apremió a los últimos parroquianos que quedaban, aferrados como estaban el uno al cognac y el otro al armagnac, sirviendo ese distingo para entablar una discusión filosófica sobre las virtudes de uno y del otro licor. Cuando hubieron abandonado el -local, Peláez bajó la persiana. No en vano los martes cerraban antes. Se sentaron. Carmen se descalzó y Peláez le masajeó los pies.
-Gracias tesoro, que falta me hacía. Por cierto, ¿qué sabes de Pascual Herranz, un emigrantes español al que encontraron muerto en el Sena hace una semana?
-¿Por qué me preguntas eso?
-Hoy fue tema de conversación en el bar. A raíz del diplomático español que vino Clouzot habló del caso.
-Si, le encontraron muerto. Torturado y asesinado, arrojaron después su cuerpo al río.
-Pero ese diplomático no parecía…
-Tu lo has dicho: no parecía. Recuerda que las apariencias engañan. No digo que fuera él, digo que no hay que fiarse de las apariencias.
-Ya lo se, Enrique. No es que fuera a confiarle nuestras vidas. Solo que no me pareció peligroso…
Les interrumpió el timbre del teléfono.
-¿Mamá?
-Carlos, ¿pasa algo?
-Mamá, perdona que os llame a estas horas…un tal comisario Arbeloa ha venido preguntando por Enrique…
-¡Arbeloa! ¿y qué le has dicho?
-Que estaba en el extranjero…ha dicho que ya lo sabía, “en París, escribiendo en “Le Monde”, quería saber solamente si se encuentra bien de salud”. Y lo ha dicho con una sonrisita que me ha dejado helado. También me ha “recomendado” que me cuide mucho.
Peláez, tras escuchar el nombre de Arbeloa, pegó su oreja al auricular, junto a Carmen. Intervino.
-¿Qué dice?
-Espera Enrique, que no le escucho bien.
-¿Mamá?
-Si hijo, es que Enrique preguntaba.
-A Rosa le han denegado una plaza de profesora sin más explicación…
-¿Qué dice?
-Que a su novia le han denegado una plaza de profesora sin más…
-Mamá temo por ella.
-A ver Carlos…
-Qué hagan las maletas los dos. Se vienen a París –soltó Peláez-.
-¡Enrique no me asustes!
-Qué dice Mamá?
-Dame –Peláez cogiéndole el teléfono a Carmen-. Carlos, haced las maletas y os venís a París. Deja el bar al cuñado de Fangio, ya sabes, el taxista. Él sabe de que va todo. Coges el coche y en Perpignan os estarán esperando delante del Ayuntamiento. Yo me ocupo. No preguntes. Haz lo que te digo.
-Ahora mismo la llamo. Pero sus padres…
-Simplemente hazlo. Quien se acerque a ti en Perpignan preguntará por Carlos y Rosa. No lo olvides.
Tras colgar, Peláez y Carmen se miraron. Ella tenía el miedo reflejado en el rostro. Peláez la abrazó.
-No tengas miedo cariño, no permitiré que le pase nada malo a tu hijo.
La besó y empezó a hacer llamadas telefónicas.
Laura abrió la persiana de la “Boulangerie” situada en la esquina de “Chez Carmen”. Cada mañana a las siete en punto abría la panadería. Muchas veces sola porqué la patrona no gozaba de buena salud, cosa que la impedía estar tatas horas en su negocio como estaba Laura.
Era hija de refugiados españoles pero, aunque hablaba el idioma de sus padres con ellos, dominaba el francés a la perfección, convirtiendo este en su primera lengua, no en vano era el idioma en que se había escolarizado y el que hablaban la mayoría de sus amistades, excepción hecha del círculo cercano a sus padres.
Entró en la panadería un parroquiano habitual.
-Buenos días Laura…
-Buenos días Sr. Hermosilla, ¿una baguette?
-Si, gracias Laura…por cierto, hoy pareces muy contenta.
-¡Si, hoy viene mi niña!
-¡Qué bien!
-Mi ex marido me la trae y este fin de semana Jean Marie nos llevará al campo.
-Bueno, eso son excelentes noticias. ¿Dónde iréis?
-A casa de unos parientes suyos, a 50 kilómetros de París.
-¡Ay, a casa de unos familiares…! Ya te tocará hacer cosas.
-Bueno, ¿qué se le va a hacer?
-No, mujer. Cuando se va a descansar, se descansa. Y si vas a casa de otros no descansas. Lo mejor es ir a un hotelito.
-Ya lo se. Pero hay que contar hasta el último franco. Los dos trabajamos, pero…
-No te preocupes por eso. Tengo un amigo que tiene un hotel en el campo. Me debe un favor. Estaréis muy bien allí, hay un parque para los niños y tu descansarás.
-Muchas gracias Sr. Hermosilla, no se como agradecérselo.
-Bah, no te preocupes. Lo hago con gusto. Hoy hablaré por teléfono con este amigo y mañana te daré las señas y un sobre para que se lo des en mano. Ah, y llámame Juan Carlos.
-No se preocupe que será lo primero que haga al llegar.
-Buenos días Laura.
-Buenos días Sr. Hermosilla…es decir, Juan Carlos.
Y el “Verrugas” salió de la panadería. Si Laura hubiera visto su sonrisa, habría sabido que nada bueno podía esperarse de aquel hombre…
Laura, al contrario, pensó “pobre hombre, lo buena persona que es y lo que me cuesta no llamarle “Verrugas”.
Sabedor Conrado Berenguer del mal paso en que se encontraban Carlos y Rosa, hizo lo qe no está escrito para que ambos pudieran hallar no solo cobijo si no vida cotidiana en París.
Carlos, como si se encontrara todavía en Barcelona, pasó a trabajar en “Chez Carmen” junto a su madre. Conrado encontró una ocupación bien remunerada para Rosa como maestra, ya que las matemáticas eran iguales fuera cual fuese el país en que se enseñaran. Al fin y al cabo, dos más dos son cuatro, de Pekín a Nueva York.
Algo de malestar quedó en los padres de Rosa. Básicamente por el “qué dirán”. Se había marchado a París con su novio sin estar casados, aunque comprendían que no les había quedado más remedio.
A Peláez y a Carmen poco o nada les importaban tales zarandajas. No en vano tenían en casa una cama de matrimonio para cuando vinieran ellos. Que, al fin y al cabo, la juventud es una enfermedad que se cura con los años. Y tanto se cura que solo se pasa una vez.
Rosa era de la misma edad que Laura, la dependienta de la Boulangerie. Desde el primer día hicieron buenas migas.
-Bon jour Rosa.
-Bon jour, Laura.
-¿Cuatro croissants y cuatro “pan au chocolat”?
-Si, gracias.
-Por cierto –le dijo a Rosa mientras le servía el pedido-, hablando ayer con Jean Marie pensamos que quizás a ti y a Carlos os apetecería venir a Versalles este domingo.
-¡Siiii, gracias!... a Carlos le hará ilusión.
-¡Muy bien!
Se abrió la puerta de la tienda y entró el “Verrugas”.
-Buenos días, Laura.
-Buenos días, Sr. Hermosilla…¡ay, digo! Juan Carlos.
-Je, je, je…Por cierto, no te lo había preguntado, ¿qué tal el fin de semana?
-Fabuloso, no sabe cuanto le agradezco.
-Nada mujer, lo hago con gusto.
-¿Una baguette Monsieur?
-Si, gracias, como siempre –el Verrugas fue a pagar-.
-Ah no, Monsieur –rechazando Laura su dinero-, hoy le invito yo, ¿qué menos? Con lo que Vd. ha hecho por mi…
-Bueno mujer. Ya se sabe…hoy por ti y mañana por mi…
-Por cierto, me olvidaba, le di el sobre al dueño del hotel y me dio otro para Vd. Aquí lo tiene –Laura le entregó el sobre-.
El brillo de los ojos…la mirada del Verrugas, hizo que Laura se asustara. Algo no iba bien.
-Buenos días, Laura…y la compañía. Y gracias.
-Buenos días.
Cuando el Verrugas salió de la panadería, Rosa le preguntó a Laura:
-¿Quién es ese?
-Un emigrante español. Pero no se mucho más de él. Diría yo que es un poco reservado…Fue el que nos consiguió el hotel del fin de semana…
Juan Manuel Manteca recibió una llamada del “Verrugas”. No había noticias de Mayo, ni por supuesto de Berenguer. Había que sacar al conejo de la madriguera. Lo mejor era ir a por el tesorero de su partido, Héctor Ribas (ya que no podía alcanzar al corazón, a Mercedes –la pareja de Berenguer- y a Gabriel –el hijo de esta-, ni a Antonio Mayo –su mano derecha y al que se había tragado la tierra-). Si atacas al bolsillo tienes mucho ganado.
Manteca tenía la pistola en el cinturón. Calibre 22, con la mitad de pólvora en los casquillos para minimizar el ruido. Una navaja automática en el bolsillo posterior del pantalón. Una jeringuilla con anestésico en el bolsillo interior de la americana, con la aguja protegida.
Llegó al mercado de Les Halles, sabedor que era lugar del agrado de Héctor Ribas que los martes tenía por costumbre acudir allí. Manteca paseó por el mercado con aire ausente. A los diez minutos localizó a su objetivo. No le perdió de vista. Con infinita paciencia esperó a que Ribas volviera a su casa.
Pasando por un callejón del Quartier Latin le dio alcance y, sin darle tiempo a reaccionar, le clavó la jeringuilla con el anestésico. Ribas se desmadejó como un muñeco. Manteca le recogió evitando que cayera al suelo. Miró a uno y otro lado. Del lado opuesto del callejón surgió una figura.
-Yo le ayudo. Tengo el coche en la esquina –dijo el Verrugas-.
Transportaron a Ribas al coche. Media hora después estaban en una nave industrial abandonada en las afueras de París.
Ribas iba despertando.
-Buenos días, bella durmiente –la sonrisa de Manteca pareció iluminar la nave-. ¿Más descansado después de la siestecita?
-…agregado…ya tardaba –los ojos de Ribas se desperezaron al momento-. Siempre desconfié de Vd.
-¡Hombre de poca fe, Sr. Ribas! ¿Por qué desconfiar de mi? Con lo que yo hago por Vds.
-Demasiado hace, me parece a mi.
El Verrugas le soltó un tortazo a Ribas que resonó en el vacío y la quietud de la nave abandonada. Héctor Ribas sangraba por el labio.
-No nos pongamos quisquillosos Sr. Ribas –dijo Manteca-. Al fin y al cabo somos personas civilizadas. Solo estoy interesado en que me responda a una pregunta. ¿Dónde está Conrado Berenguer?
-No lo sé. Y aunque lo supiera no se lo diría.
-¡Ay Ribas, Ribas! En fin, estoy cansado. Me voy a dar una vuelta para relajarme –diciendo esto destapó el mantel que había sobre una mesilla situada al lado de Ribas, dejando a la vista jeringuillas, bisturíes, destornilladores, tenazas y un martillo-.
A Héctor Ribas se le salían los ojos. El Verrugas se remangó sonriente. Cogió el martillo. Saliendo Manteca de la nave tuvo tiempo de escuchar el crujido provocado por el impacto del martillo al estrellarse sobre la rodilla derecha de Ribas y el alarido de éste.
Cuando volvió, quince minutos y dos cigarrillos después, Héctor Ribas no tenía rodillas ni tres uñas de la mano izquierda. El Verrugas sudaba con las tenazas en la mano. Ribas lloraba de dolor.
-¿Y bien? –entró Manteca-. ¿Cómo va esa memoria amigo Ribas?
-¡No sé donde está! –sollozó la víctima-. Se lo juro. Ni aunque me arranquen todas las uñas se lo podría decir…
-Sea –sentenció Manteca-.
Y el Verrugas le arrancó las dos restantes uñas de la mano izquierda. Los alaridos de Héctor Ribas habrían despertado a un muerto. Pero allí no le podía oír nadie.
-¡No se nada, coño! ¿Cómo quiere que se lo diga?
El Verrugas cambió al martillo y el grito de Héctor Ribas pareció querer romper los cristales de la nave.
-¿Qué quieren? –sollozó-. No confían tanto en mi, por si pasa algo. Solo lo sabe Antonio Mayo…
-¡Lástima! –respondió Manteca con el cigarrillo en la comisura de los labios-, eso significa que no me sirves…
Se puso tras la víctima, le tiró del pelo hasta poner la cabeza erguida y con un gesto rápido echó mano de la navaja y le degolló.
Siguió fumando su cigarrillo pacientemente hasta que el desgraciado se desangró.
-Ya lo sabes –le dijo al Verrugas-, tíralo al Sena.
-A sus órdenes, Sr. Manteca.
Manteca sacó el peine de un bolsillo interior de la americana. No en vano tanto esfuerzo le había despeinado.
La desaparición de Héctor Ribas fue el tema que motivó la reunión del día siguiente en un piso de Montmartre.
La “Association des fans du cinema muet (Asociación de aficionados al cine mudo)” se reunía, como mínimo, dos veces por semana. Ya se sabe, había que preparar el pase del sábado.
Lo cierto es que bajo esa tapadera se reunían los exiliados españoles. Todos ellos eran conscientes de la importancia de mantener en secreto el local. Cubrían los más enrevesados trayectos para que, caso de que les siguieran, no pudieran descubrirlo.
Aquella tarde de miércoles, cuando llegó Peláez tras ser convocado de urgencia mediante un sobre a su nombre entregado al bedel del periódico, además de Antonio Mayo vió a su antiguo jefe Conrado Berenguer.
-¿Qué tal Peláez? ¿Carlos y Rosa bien?
-Si, muchísimas gracias Don Conrado.
-Conrado a secas, Peláez. Que con lo que hemos pasado Vd. y yo sobran determinadas formalidades.
-Pues nada, gracias otra vez Conrado.
-Bien. He convocado esta pequeña reunión porqué, como sabéis, Héctor Ribas ha desaparecido…
Sonó el teléfono. Antonio Mayo respondió:
-Alló?
-Antonio, je suis Marcel. Dígale a Peláez que han encontrado otro cadáver en el Sena. Es Ribas.
-Merci Marcel.
Colgó. La mirada lívida encontró las de Berenguer y Peláez.
-Era tu compañero de “Le Monde”, Peláez. Han encontrado el cadáver de Héctor Ribas en el Sena.
-¿Se lo han dicho a su mujer? –inquirió Berenguer-.
-No se nada más –respondió Antonio Mayo-.
Peláez cogió el teléfono y llamó a la esposa de Ribas:
-¿Catherine? 
-Peláez, gracias por llamar. No se nada de Héctor. No vino ayer a cenar. Si no puede avisa. Y nunca falta a dormir.
-Catherine, te paso a recoger por tu casa.
-Peláez, ¿ha pasado algo? No me asustes…
-Ahora vengo Catherine.
Berenguer asintió con la cabeza y Peláez salió del piso.
Dos horas después abrazaba a Catherine en la morgue, hundida tras haber reconocido el cadáver de su marido.
Peláez le explicó al inspector de la Sûreté, al que conocía por su trabajo de periodista, que el difunto y su esposa eran amigos suyos y que habían conocido su muerte por un compañero del periódico. Dejó a la viuda al cuidado de Carmen y fue al despacho del inspector.
-Nada en la vida de Héctor Ribas podía suponer peligro alguno, excepto sus ideas políticas.
-Bien Monsieur Peláez, veremos que nos dice el forense. Investigaremos esa vía pero sepa que debemos andar con pies de plomo para evitar un conflicto diplomático. Eso si, si se demuestran sus sospechas, llegaremos hasta el final.
Laura salió de la Boulangerie con una baguette bajo el brazo. Había quedado en encontrarse con Jean-Marie en Chez Carmen antes de ir a casa. Tras bajar la persiana se dio la vuelta y se encontró de frente con “el verrugas”.
-¡Ah, menudo susto Juan Carlos!
-Lo siento Laura…-lucia una sonrisa nada tranquilizadora-.
-Me sabe mal, ya he cerrado y no queda nada de pan…
-No mujer, si no venía por eso.
-Ah.
-Hablemos un momento.
-Es que Jean-Marie me está esperando…
-Será un minuto…Necesito que me hagas un favor. Tienes buena amistad con Rosa, la nuera de Carmen, ¿no es cierto?
-Pues…si.
-Bien. Y creo que también tienes buenas relaciones con Carmen y Peláez.
-Si…
-Entonces necesito que me pases información sobre él: cuando sale y a aque hora, quienes le visitan, etc.
-Pero…Sr. Hermosilla…¿quiere que le espíe? Yo no hago esas cosas…
-Bueno Laura, ahora las harás. No olvides el fin de semana que pasaste con tu novio y tu hija…que le llevaste un sobre al patrón del hotel…¿te has preguntado alguna vez que había en ese sobre?
-Me lo dio Vd. –Laura estaba lívida-.
-No llevaba mi nombre en ninguna parte…-respondió “el verrugas”- Se lo diste tu y es posible que tus amigos no estuvieran muy contentos… o incluso la Sûreté…Créeme Laura, no quiero que tengas problemas..
Laura estaba desencajada.
-No tendrás que hacer nada más. Yo vendré cada día a la panadería. Cuando tengas algo, me preguntas si quiero un croissant. Cuando termines a mediodía dejas lo que tengas en un sobre en la papelera de la esquina. Buenas noches Laura –y sin dar tiempo a reaccionar a la joven, “el verrugas” desapareció en la noche-.
Laura temblaba. Se dirigió a Chez Carmen y se encontró con Peláez en la puerta.
-Buenas tardes Laura. Pasa. ¿A encontrarte con Jean-Marie?
-Si, Sr. Peláez –le temblaba la voz y estaba a punto de echarse a llorar-.
-¿Qué te pasa mujer? Mira, ahí está Jean-Marie –acompañándola a la mesa-. Carlos, trae un cognac para Laura.
-¿Qué tienes niña? –le preguntó Jean-Marie a Laura, levantándose-.
Carlos le sirvió el cognac.
-No, no…nada –Laura se veía superada por la situación. El hombre al que debía espiar era el que la estaba ayudando-.
-¿Qué pasa Laura? ¿Quién era el hombre con el que hablabas? –intuyó Peláez-.
-Un…un cliente que…-y rompió a llorar-.


(C O N T I N U A R Á)

 









domingo, 20 de mayo de 2012



EL SANATORIO.

En ocasiones la inspiración la debía a Mr. Daniels, Jack para los amigos, sin menoscabar por ello la influencia que ejercía la Srta. Dorada, Estrella para quienes la frecuentan.
En otras, la claridad de un vaso de agua, la calidez de un café con leche o el vigor de un aromático café hacían las veces de vehículo inspirador sin necesidad de recurrir al dios Baco.
Era, en definitiva, persona más dada a los líquidos que a los sólidos. Persona de magras carnes y evidente osamenta era frugal en su apetito, bastando una mínima ración tres veces al día, como si de un antibiótico se tratara.
Tal régimen alimentario parecía escaso para un hombre de cincuenta años al que empezaban a blanquearse laderas y cumbres.
Modesto oficinista de día, vivaz escritor de noche, ocupado algún rato de vísperas y fiestas de guardar en otear (y, en ocasiones, catar) a las más vivaces reproducciones de Venus, solo como estaba sin más compañía que un gato. 
Siempre soñó parir una gran obra pero, de momento, solo había sufrido abortos. Publicó en gacetillas sus relatos, no sirviendo eso más que para poner guarnición al plato una vez por semana. 
Estaba nuestro héroe en su oficina haciendo cuentas, como de costumbre, y anotándolas en los libros con la exquisita letra que fluía de su plumilla, cuando le llamó al despacho Don Conrado Berenguer, dueño y señor de aquella oficina, notario para más señas.
-Vamos a ver Peláez (que así se llamaba nuestro héroe, aunque sus amigos se tomaran la familiaridad de llamarle Enrique), tengo entendido que tiene Vd. gusto por la escritura.
-Si, Don Conrado, siempre me ha gustado escribir.
-Pues verá, Peláez, necesito de su arte. ¿Podrá Vd. ayudarme?
-Don Conrado, lo que necesite, si está en mi mano…
-Por supuesto le pagaré, que no va a quedar desatendido su esfuerzo.
-Se lo agradezco Don Conrado pero…no se todavía que puedo hacer por Vd.
-Deme tiempo Peláez, que nunca nadie echó el arroz antes que hierva el caldo.
-Perdone Don Conrado…
 -Nada, nada…le decía…Si. En que consiste…Pues consiste en entrevistar a un hombre las veces que Vd. considere necesario. Una vez recopilado todo escriba un libro. Se trata del hermano mayor de mi esposa, Jerónimo Valldaura. El pobre está recluido en un sanatorio en el Tibidabo. Hace ya unos años que su salud mental no es la más…¿cómo lo diría?...adecuada- Si, esa es la palabra que mejor define el caso. Jerónimo le contará a Vd. su vida y milagros (de hecho es lo único que le queda, sus recuerdos). No me cabe duda de que Vd. será capaz de extraer lo mejor para nuestro fin último.
Eso si, yo le proporciono el material, un sobre para gastos y otras cosas que le contará Pilar y Vd. me permite leer su obra el primero. En cuanto a publicarla, no se preocupe que yo tengo conocidos en el mundo editorial y están encantados con la idea.
-Muchas gracias Don Conrado pero…nunca he escrito nada de esa índole y…
-Tonterías Peláez. Si Vd. tiene madera, cosa que no pongo en duda, con tan buenos mimbres seguro que hará un buen cesto. Ah…se me olvidaba. Dedíquese totalmente al libro. Yo le seguiré pagando como si estuviera en la notaría. Buenos días.
-Gracias Don Conrado. Buenos días.
Enrique Peláez salió al mundo todavía sorprendido de su buena estrella. Antes de salir de la notaría, Pilar, la secretaria de Don Conrado, le dio una tarjeta de visita del Dr. Carlos Fabregat, director médico del sanatorio en que estaba ingresado Jerónimo Valldaura, dándole recado de que lo llamara para concertar una entrevista.
Era fría esa mañana de modo que, antes de llamar al galeno, Peláez fue a tomarse un café con leche caliente, debidamente acompañado de una ensaimada. A eso le llamó desayuno.
Quedó con el Dr. Fabregat para esa misma mañana a las doce. En tanto que otra de las instrucciones de Pilar era que tenía libertad para hacer sus desplazamientos al sanatorio en taxi (eso si, guardando los recibos), empleó ese medio de transporte.
Le recibió la secretaria del doctor, que le hizo pasar de inmediato.
-Sr. Peláez mucho gusto –se levantó el doctor con la mano extendida para saludarle-.
-Igualmente doctor.
-Bueno, si le parece, iremos al grano. Puede Vd. venir cuando lo crea conveniente, si bien esta instalación cierra sus puertas a las diez de la noche. Los pacientes desayunan a las ocho, almuerzan a las dos y cenan a las ocho de la noche. Con tal que respete estos horarios, el resto es suyo. De hecho las cuestiones médicas con el Sr. Valldaura, al que trato en persona, se pueden flexibilizar.
-De acuerdo entonces, doctor. Si le parece vendré mañana mismo a las nueve de la mañana.
-Pues hasta mañana Sr. Peláez.
Enrique Peláez dedicó el resto de la mañana a preparar sus cosas: una libreta (nueva, claro está, que empezaba nuevo proyecto), bolígrafo en lugar de pluma por ser más fácil su uso al no estar en casa (se llevó tres, que no era cosa de quedarse sin tinta). Fue a comprar todo ello a la mejor papelería de su barrio.
Armado con el sobre que le diera Pilar, comió en el bar de la esquina de su calle. La patrona, Carmen, había enviudado dos años atrás y, a pesar de los agoreros que pronosticaban que no sería capaz de llevar el negocio adelante sin su marido, así lo hizo, mejorando además los números pues la cazalla, el brandy y el vino iban directamente a la caja registradora y no el gaznate de su difunto (y alérgico al agua) esposo.
Peláez tomó una sopa (¡que bien sentaba en un día tan frío!) y una tortilla a la francesa en amigable compañía de un vaso de vino, sin olvidarse del café. Casi nunca tomaba postre. La patrona le invitó a una copa, cosa que él agradeció. Bien pensado –barruntaba Peláez-, no estaba mal Carmen y le miraba con buenos ojos.
Tras el ágape se dirigió a su piso. Ignoraba a que se refería Don Conrado con “nuestro fin último”, pero descartó preguntarlo por un aire de prudencia que le asaltó. Primero dejaría que Jerónimo empezara a hablar y luego decidiría por donde cabía ahondar más.
Sumido como estaba entre preparativos y cavilaciones, sonó el timbre de la puerta.
-Buenas tardes, ¿el Sr. Peláez?
-Si, señor.
-Mi nombre es Gabriel Valldaura, el hijo de Jerónimo al que, según tengo entendido, Vd. visitará mañana.
-Pase, pase, por favor.
Le hizo pasar al pequeño salón comedor y le invitó con un gesto a tomar asiento en una de las dos butacas de terciopelo que representaban la máxima comodidad de aquella estancia.
-¿Quiere Vd. tomar algo? ¿un café? ¿quizás algo más fuerte?
-Un brandy, si es tan amable.
Una sonrisa asomó a los ojos de Peláez viendo aquel muchacho de barba reciente pedir un brandy. Sirvió dos copas y tomó asiento en la otra butaca.
-Y bien, ¿en qué le puedo ayudar?
-Vera, Sr. Peláez…¿tiene Vd. hijos?
-No.
-¿Está Vd. casado, por ventura?
-No.
-¿Viudo, por desgracia?
-No.
-¿No será Vd. de la acera de enfrente?
-Mire joven, transito por la misma acera por la que aparentemente lo hace Vd.; ni tengo la desgracia de ser viudo, ni la ventura de estar casado, ni mucho menos tengo hijos, al menos que yo sepa. Sin embargo no creo que mi estado civil sea cosa de su incumbencia.
-Disculpe…yo…solo era por si Vd. se podía poner en la situación de un padre…
-Me lo puedo imaginar, hasta ahí llego.
-Pues bien, el caso es que Vd. trabaja para mi tío Conrado Berenguer y…no creo que él quiera bien a mi padre…
-Si no se explica mejor…
-Mi abuelo amasó una gran fortuna. Empresario textil que supo sortear crisis, guerras y revoluciones, tuvo tres hijos: Jerónimo, el mayor (mi padre), Dolores, la mediana (y esposa de Conrado) y Joaquín, el pequeño, que falleció hace unos años. Mi abuelo iba cediendo la gestión de la empresa a mi padre, que siempre había trabajado con él. Mi tío Conrado le dio estudios de Economía a su hijo mayor, José Antonio, que entró en la empresa de mi abuelo. Desde entonces todo han sido maniobras para apartar a mi padre y dejar la empresa a José Antonio.
-Mire…
-…Gabriel.
-Gabriel, eso son cosas de familia que no son de mi incumbencia. Además (y perdone la franqueza), su padre está en un sanatorio, está enfermo y no ingresan allí a las personas porqué si…
-¿Ah, no?
-Mire joven…
-A mi padre no le pasa nada…o no le pasaba cuando lo ingresaron. Mi tío tiene poder, conoce a mucha gente: políticos, policías, médicos que pueden firmar un certificado de lo que sea…
Peláez se levantó del sofá, tomó la copa de brandy del muchacho y le dijo:
-Joven, le sugiero que en lo sucesivo tome Vd. un refresco. Buenas tardes.
-Ya me voy Sr. Peláez. Pero, por favor, pregunte Vd. a mi padre quien es el comisario Arbeloa.
-Le preguntaré, joven, le preguntaré…Buenas tardes.
-Buenas tardes.
¡Será posible! Un muchacho al que acababa de conocer criticando a su benefactor, a Don Conrado. Pero, realmente,…¿qué sabía él de la vida de Don Conrado fuera del despacho?
Amaneció sonriente el día. A las siete y media estaba Peláez en el bar de Carmen para desayunar. Zumo de naranja, café con leche y un bollo de crema se constituyeron en asamblea ante sus ojos. Tras el trámite parlamentario con Carmen, los constituyentes entraron en la sala de sesiones. Hasta la siguiente, a mediodía.
Paró un taxi con el que se dirigió al sanatorio. Faltando cinco minutos para las nueve llegó a la puerta. El celador avisó al Dr. Fabregat que salió a recibirlo. Peinado, planchado y oliendo a Varon Dandy, bronceado de esquiador, camisa y corbata de la mejor calidad, su blanca bata lucía impecable. A su secretaria le caía la mandíbula. Peláez llegó a temer que la pobre sufriera un desmayo como los de las fans de cantantes y artistas de cine.
-Buenos días Sr. Peláez. Veo que es Vd. puntual.
-Buenos días doctor. Es lo mejor para empezar el día.
-¿Ha desayunado?
-Si, gracias.
-Bien, entonces podemos ir a la habitación del Sr. Valldaura. Es grande (solo para él) y hay una mesa y sillas para que su trabajo sea más fácil.
-Le agradezco el detalle doctor.
Se dirigieron al pasillo a la izquierda de recepción, justo al lado de la estancia que daba al despacho del doctor. La primera habitación era la de Jerónimo Valldaura. Más parecía suite que habitación. Con un amplio ventanal que dejaba entrar el sol (aunque con rejas, eso si), una cama más grande de lo habitual, dos sofás y una mesa con dos sillas. Valldaura estaba sentado en uno de los sofás. Parecía ensimismado.
-Jerónimo –dijo el doctor-, le presento al Sr. Enrique Peláez. Viene a entrevistarle, como ya le conté, para el libro que va a hacer.
Jerónimo Valldaura levantó la vista y sonrió a Peláez.
-Mucho gusto Sr. Peláez.
-El gusto es mío Sr. Valldaura.
-Bien –intervino el Dr. Fabregat- pues les dejo con sus cosas. Lo que necesite Vd. Sr. Peláez, no dude en avisarme.
-Gracias doctor.
Quedaron solos entrevistador y entrevistado.
-Sr. Valldaura, me gustaría que empezáramos dando Vd. una pincelada (a grandes rasgos) de su vida. Ya tendremos tiempo de entrar en detalle.
-Sr. Peláez…mi vida es compleja. Y por lo que dicen los que saben de cuerpo y mente, no tengo el discernimiento debidamente centrado. Es por ello que me ha causado gran sorpresa cuando el Dr. Fabregat me ha hablado de su proyecto…bueno, del proyecto de mi cuñado Conrado, en le que ha acabado metido Vd.
-Sr. Valldaura, mi intención es ser lo más ecuánime posible. Contar su historia según su punto de vista.
-Peláez, Peláez…déjeme adivinar…¿acaso mi cuñado no le ha exigido leer el manuscrito antes de publicarlo?
-Pues…si…
-¿Lo ve Peláez? Vd. conoce a Conrado Berenguer en la distancia de un despacho del que, además, él es su superior. Yo le conozco en las distancias cortas, cuando realmente se conoce a las personas. Pero, en fin, voy a contarle “a grandes rasgos”, como dice Vd., mi vida:
-Como sabrá Vd., mi padre creo una gran empresa de la nada. Empezó de aprendiz en una sastrería. Fue ahorrando y aprendiendo. Y entre oportunidades, intuición y chivatazos, triunfó en los negocios. Toda gran empresa nace con algún esqueleto en el armario. Y la de mi padre no es una excepción. No le daré más detalles ya que mi padre no solo está vivo si no activo. Supongo que debería confiar en su discreción, pero prefiero fiarme de su ignorancia.
Como ya es cosa pasada si puedo contarle que, siendo España país neutral en la I Guerra Mundial, mi padre aprovechó la situación para hacer negocios con ambos bandos. Por así decir, quiso asegurar beneficios y contactos ganara quien ganara. Y lo hizo tan bien que los vencedores nunca supieron nada de los negocios con los vencidos. Poco faltó para que le dieran una medalla por contribuir a la victoria.
Mi madre era una mujer sencilla, poco dada a lujos superfluos. A pesar de lo que creció la empresa, siempre guardó por temor a que un día no llegara para poner un plato de lentejas en la mesa. No era persona de recepciones y paripés de cualquier tipo.
En mi caso, el mayor de tres hijos estaba destinado por tradición a dirigir la empresa. Era “l’hereu”, el heredero. Nunca se planteó que mi hermana Lola tuviera que ver con dirigir la empresa, pero si que Joaquín, mi hermano menor, estuviera junto a mi.
Licenciado en Económicas, me convertí en el número dos de la empresa. Mi padre fue delegando en mi. Me casé y tuve dos hijos: Jorge y, diez años más tarde, Gabriel (a quien creo que conoce). Entretanto mi hermana Lola se casó y tuvo a su hijo José Antonio.
Conrado siempre gustó de estar cerca del poder. Por eso se afilió al Movimiento y a punto estuvo de ser elegido para Cortes. Siempre desconfié de él. Fíjese que le hablo abiertamente a pesar de saber que le dará el manuscrito a él. Pero dejo a su consciencia la decisión cuando conozca toda la historia.
La cuestión es que, en mi caso, nunca estuve cerca del Movimiento. Persona con gusto por la Historia y la Política, me acerqué a personas hoy consideradas subversivas, pero que, para mi, son promesa de libertad y justicia.
Cometí la indiscreción de permitir que Conrado conociera mis inclinaciones políticas. Él aprovechó sus contactos. Poco después la policía hizo una redada en un cine en el que estábamos reunidos un grupo de personas habituadas a pensar en lugar de decir amén.
La cuestión es que en el curso de la redada y los interrogatorios posteriores, mi hermano Joaquín y mi hijo Jorge fallecieron. Los mataron, dicho “en clair”. ¡Que curioso! Los que podían entorpecer que mi sobrino José Antonio heredara la empresa. Los que estaban entre él y yo. A mi me salvo el que mi padre me había transferido el 50% de las acciones y mi hijo Gabriel hubiera heredado si me pasaba algo. Por eso acabé en un sanatorio. Me declararon incapaz. Era la solución más fácil. Ahora José Antonio tiene mando pero no el control.
-¿Quién es el comisario Arbeloa? –preguntó Peláez, a bocajarro-.
Jerónimo Valldaura palideció.
Peláez comió en el bar de Carmen, ¿dónde si no? Jerónimo Valldaura se había cerrado en banda tras escuchar el nombre del comisario Arbeloa. Dijo estar cansado y le agradecía si continuaban a la mañana siguiente. Peláez no se opuso y volvió a casa.
La patrona le atendió en persona y tras el ágape le obsequió con una copa de Jack Daniels que agradecieron cuerpo y mente de nuestro aspirante a maestro de las letras.
Cuando menguó el trabajo, Carmen tomó asiento junto a Peláez. Pasaron un buen rato juntos hablando de penas y alegrías, de los gustos de ambos que, (¡mira tu que bien!) fueron a coincidir en cine, cenas y viajes. Lo que son las cosas les gustaba lo mismo, si bien uno era más de Coppola y Buñuel y la otra de Stallone y Mariano Ozores. Pero al menos coincidían en el gusto por una sala oscura. Pareció que podía pasar de tarde prometedora a noche despendolada, cuando se presentó el hijo de Carmen con retortijones y mareos varios. Aplazaron para otro día las alegrías que les pedía el cuerpo y Enrique Peláez, con el rabo entre las piernas (nunca mejor dicho), se dirigió a su casa a ordenar lo que surgió de la entrevista en el sanatorio.
Estando en casa, en batín y envuelto por lo efluvios provenientes del caballero americano (Jack, para los amigos) y una alarmante subida de testosterona, sonó el timbre de la puerta. Al abrir se encontró a un mocetón de 1,80 metros, calvo y con mirada feroz (y, seguro que si, también te devolvía el palo si se lo tirabas).
-Buenas tardes Sr. Peláez. Soy Pepe, celador del sanatorio ¿me recuerda?
-Si, le recuerdo ¿qué puedo hacer por Vd.?
-Si no me equivoco Vd. le ha preguntado hoy a nuestro común amigo por cierta persona. Sepa Vd. que esta persona no gusta de que pregunten por él.
Y aquí Peláez (¡alma cándida!) sintió herido su orgullo y su recién estrenada profesionalidad literaria y dijo:
-¿Acaso cree que los gustos de este señor me harán dejar de preguntar?
Un bofetón resonó en la entrada del piso de Peláez, a su vez receptor del mismo. Su 1,72 metros, sus magras carnes y su evidente osamenta poco podían hacer contra aquel cúmulo de músculos que, para acabar de rematar la faena, le pisó la mano. La izquierda, eso si, que el novelista de nuevo cuño era diestro y no se trataba de que no pudiera escribir, que esa era orden superior.
-Sepa –dijo Pepe- que lo de hoy habrán sido caricias de su novia la del bar, comparado con lo que le podría suceder si no hace caso a las advertencias.
Salió dando un portazo y Peláez quedó dolorido en el suelo. De nuevo sonó el timbre de la puerta. “¡Caray –pensó- esto parece el metro de Plaza Catalunya en hora punta!”.
Abrió y encontró a Carmen, que le llevaba una tortilla de patatas y un par de cervezas.
-¡Enrique! ¿Qué te ha pasado?
Carmen se aplicó a curarle tras rechazar él ir al Dispensario de Pere Camps. A Carmen le caían las lágrimas por las mejillas y se fundió en un abrazo con Peláez. Se besaron. Olvidaron la tortilla de patatas y las cervezas durante una hora (suerte que las puso en la nevera al ir a por hielo para la mano de Peláez).
Después dieron buena cuenta de la cena. Peláez no recordaba haber comido con tanto apetito en mucho tiempo. Cayeron dos cafés, que no era cosa de dormirse en una ocasión como aquella. Y a fe que no durmieron.
Por la mañana temprano salieron de casa. Desayunaron en el bar y a las ocho y cuarto Peláez tomó un taxi al sanatorio.
Al llegar lo recibió Pepe con una sonrisa de oreja a oreja. Le llevó hasta la habitación de Jerónimo Valldaura sin dejar de sonreír. Curiosamente, Peláez mantuvo una mirada fría que le acabó borrando la sonrisa al celador.
Entró en la habitación y se dirigió directamente a la mesa donde le esperaba Jerónimo Valldaura.
-Los riesgos de preguntar según que cosas –dijo señalando con la mirada la mano izquierda vendada de Peláez-.
-Todavía me queda otra mano –replicó el aludido- y creo que la necesitan para que escriba lo que a ellos les da la gana.
-¡Vaya! Veo que tiene Vd. redaños.
-Es lo único que me queda.
-Pues manténgalos, que falta le harán ahora que tiene novia.
-¡Pero bueno! ¿Esto es el “Hola” o qué?
Valldaura se levantó y abrió el grifo de la ducha y del lavamanos.
-Esto es para que no nos escuchen tan bien y podamos hablar mas tranquilos. Peláez, algunos me consideran un enfermo, no me consideran peligroso, ni tan siquiera un riesgo.
-¡Pues vamos a demostrarles que los dos lo somos, Jerónimo! Si me permites que te tutee.
-Por supuesto Enrique. Hacía tiempo que no veía en alguien a un posible compañero de armas.
-Hablemos entonces de nuestro amigo de ayer.
-Pues bien –empezó Valldaura-, Arbeloa fue quien dirigió la redada que acabó con la vida de mi hermano y de mi hijo. Es un sádico. Era muy joven, pero durante el Alzamiento fue uno de los falangistas más temidos en Bilbao. Al acabar la guerra fue asignado a Barcelona. Es el “arma” más poderosa de Conrado.
-Pero tu también eras poderoso como tu cuñado, ¿no pudiste hacer nada?
-Mi poder es económico, el de mi cuñado político. Enrique te pido un favor: cuida de Gabriel. Es joven, impetuoso y temo por lo que pudiera sucederle. Sin duda estará en el punto de mira de mi cuñado. En política, nunca me ha parecido que mi hijo llegara al compromiso de su hermano o al mío. Mi esposa, Mercedes, es muy fuerte. No traga a Conrado. Defenderá con uñas y dientes a Gabriel. Pero temo a Conrado. Algo trama. No me lo tomes a mal Enrique, pero tu eres su muñeco de paja.
-Jerónimo, yo…
-No, no, no. No me malinterpretes Enrique. No te culpo. Es solo que conozco a mi cuñado. No desconfíes de Gabriel…a pesar de vuestro primer encuentro. Habla con él. Eso si, con prudencia. Que no es cosa que Arbeloa entre en acción.
Llegaron las dos de la tarde. La hora del almuerzo en el sanatorio. Fagrebat, solícito, le ofreció quedarse a comer y Peláez aceptó. Comida de hospital. Nada más. ¡Que diferencia con el bar de Carmen! Para empezar, no estaba Carmen.
Después del ágape, Fabregat le dio nuevas instrucciones: solo podían aprovechar la mañana por cuanto habían decidido dedicar las tardes a terapia.
Peláez volvió a su casa. Es un decir. Volvió, en relidad, al bar de Carmen. Un Jack Daniels, dos besos furtivos y, esta vez si, volvió a su casa. Decidió llamar a Gabriel. Quedaron en el Rompeolas a las siete de la tarde.
A la hora prevista allí se encontraron. Empezaron a caminar. Al rato, dijo Gabriel:
-Sr. Peláez, vea Vd. por encima de su hombro izquierdo, como si girara sobre si mismo para hablar conmigo, a un hombre con bigote, raya a la derecha y gabardina gris. Nos sigue desde que nos encontramos. No haga nada, como si no estuviera.
Siguió las instrucciones del joven. Durante dos horas Gabriel contó a Peláez la historia de su familia. Algunas cosas ya escuchadas, otras nuevas.
-Sr. Peláez, acabaré por descubrir que es lo que trama mi tío. Yo le ayudaré a limpiar el nombre de mi padre.
-No hay nada que limpiar, Gabriel.
-Es que me han llegado ciertos rumores que…
¡Bang! Sonó un disparo y Gabriel mudó el rostro. Cayó cuan largo era con un hilillo de sangre fluyendo de su hombro izquierdo. Peláez miró en derredor. Ni rastro del hombre de la gabardina. No había nadie. Vio llegar corriendo a un camarero del restaurante.
-¡Llame a una ambulancia! –gritó Peláez-.
Dejó al muchacho al cuidado del camarero y salió corriendo hasta que vio un taxi y, enajenado, no supo darle dirección alguna. Vaya Vd. a saber por que, se le ocurrió la dirección de Jerónimo Valldaura.
Llegó allí el taxi. Cuando Peláez iba a pagar, vio salir a Conrado Berenguer acompañado de Mercedes, la esposa de Jerónimo. No hubo efusiones. Apenas un roce entre los dedos de ambos. Roce suficiente par que mil y una historias de conspiraciones tomaran cuerpo en el cerebro de Peláez.
Ahí empezó a comprenderlo todo. Enferma la esposa del notario, este había tomado ya sucesora en la persona de su cuñada.
¡Ahora lo veía claro! ¡Tanto creer en conspiraciones, cuando la explicación a todo era la más vieja del mundo! Conrado quería demostrar lo suficiente para que cundiera el pánico entre sus poderosos amigos y decidieran eliminar a Jerónimo. En cuanto a su esposa, enferma, no tardaría en tomar el último camino. Y si tardaba ya se encargaría Conrado de acelerar el camino.
Peláez se encontraba ante una situación difícil: debía ser capaz de demostrar que lo que había visto cuadraba con lo que había deducido. Además, con eso, iba a morder la mano que le daba de comer. Lo primero que hizo fue decirle al taxista que siguiera hasta el dispensario de Pere Camps.
-Lo que Vd. mande jefe. Pero si hubiéramos ido allí primero le quedaba más cerca.
-Si tiene miedo de que no le pague, mire este billete –mostrándole Peláez un billete de 1.000 pesetas al taxista-.
-Nada, nada, Vd. manda…
Peláez bajó del taxi al llegar al dispensario. Preguntó a una enfermera por Gabriel.
-Perdone, un muchacho de unos 23 años, con una herida de bala en un hombro…
-Acaba de salir. Le acompañaba un doctor. Él es quien se ha encargado de los trámites con la Policía…
-¿Y sabe Vd. que doctor era?
-Claro. El Dr. Fabregat. Dos veces por semana trabaja aquí.
A Peláez le cayó el mundo encima.
-¿Cómo?...quiero decir, ¿acaso le llamó el muchacho?
-Perdone…-la enfermera empezó a sospechar de tanta pregunta-, para empezar, ¿quién es Vd.?
-Perdone, un amigo de la familia. Es que con los nervios del momento…precisamente estos días he coincidido con el Dr. Fabregat en su sanatorio. Si desconfía Vd., puede llamarle y…
-Espere aquí un momento.
Peláez vio a la enfermera llamar desde el mostrador. Aguzó el oído.
-Dr. Fabregat, soy la enfermera Navas, de Pere Camps, ¿sabe Vd. el muchacho que vino a buscar? Si…que Vd. avisó que vendría…pues hay un señor haciendo preguntas. Si…ahora se lo pregunto –girándose-. Perdone, ¿cómo se llama…? Doctor, se ha ido…
Peláez ya no escuchó las últimas palabras. Gabriel y su padre estaban en peligro. Corrió como alma que lleva el diablo y dos calles más abajo encontró al taxista que había parado a comerse un bocadillo.
-¿Sigue libre?
-Comiendo un bocadillo, que digo yo que habrá que alimentarse, ¿no?
-Recuerde el billete de 1.000 pesetas.
-Amigo mío –dijo el taxista mirando el bocadillo- tendrás que esperar un poco más.
-Vamos al sanatorio del Tibidabo. Necesito llegar ayer.
-Mis amigos me llaman Fangio, no sufra.
Y tal pareció que el taxista fuera el excampeón de formula uno. A favor del nuevo Fangio jugaron los semáforos, tantas veces vilipendiados, que tuvieron la amabilidad de estar en verde al paso del taxi.
-Oiga –dijo el taxista- ¿no será Vd. detective? Porqué yo le puedo ayudar. La verdas es que cosas como esta no salen cada día.
-Gracias, quédese aquí con el motor en marcha y las luces apagadas. Si en quince minutos no estoy aquí, váyase y olvide que me ha visto.
-No sufra que aquí estaré. Que mi turno no acaba hasta el amanecer. ¡Y me lo estoy pasando bomba!
Peláez dejó el sendero principal para dirigirse, a través del césped, a la izquierda del edificio. Miró a través del segundo gran ventanal, el que daba al despacho del Dr. Fabregat.
No entendía nada. Allí estaban el doctor, Gabriel y Jerónimo Valldaura, sentados en cómodos sofás. Pepe les servía café y cognac francés (Courvoisier, concretamente).
La secretaria de Fabregat abrió la puerta y dio paso a Lola, la hermana de Jerónimo y esposa de Conrado Berenguer. No parecía tan enferma como decían.
Peláez hubiera dado lo que no tenía para poder escuchar. Intentó separar un poco las hojas del ventanal. Sonó una alarma.
Pepe clavó su fiera mirada en el ventanal y en los ojos de Enrique Peláez. Este echó a correr. Pepe salió por la puerta principal y empezó a ganarle terreno. Faltaban diez metros para llegar a la verja de entrada. Peláez podía sentir el aliento de Pepe en su nuca. De pronto, Pepe cayó al suelo sujetándose la rodilla. Emergió Fangio detrás de un arbusto, con una llave inglesa en la mano.
-¡Me lo estoy pasando bomba!
-¡Corra Fangio!
Se metieron en el taxi y, tras una carrera, llegaron al bar de Carmen. La patrona vio entrar precipitadamente a los dos hombres y los metió en la trastienda. Peláez le contó todo lo sucedido esa tarde. Carmen salió y echó al último parroquiano y a su turca (no, no es que fuera una señorita de esa nacionalidad), bajó las persianas y volvió a la trastienda.
-Carmen, tengo que pensar, reflexionar sobre lo que he visto.
-Enrique, quédate aquí esta noche. Mañana ya veremos que hacer. En cuanto a Vd., Fangio, no l conocen. Si sale por la puerta trasera podrá volver a su casa.
-Vale. Pero miren, este es mi teléfono –y lo escribió en un papel- y este el de mi cuñado. Si no estoy en uno, estaré en el otro. Además, mi cuñado es estibador en el puerto. Si hacen falta dos brazos fuertes, él seguro que también se apunta.
-Gracias Fangio –dijo Peláez-, hoy me ha salvado Vd. la vida.
-Nos vemos -y salió por la puerta trasera-.
La verdad es que Peláez tenía la adrenalina por las nubes. Cenaron un poco de “pan y pillao”, consistiendo el “pillao” en un chorizo y unas morcillas que le habían traído a Carmen unos primos del pueblo de su difunto. Remojaron la cena con un tinto del mismo pueblo, localizado en el Priorat, noble pero contundente. Cerraron con una copa de Jack Daniels y los consiguientes cafés.
Tras los cafés llegó “el postre”. Entre ellos no podía faltar. Era instintivo. Crecía un sentimiento cada vez mayor entre ellos. Pasión, ternura, amor en definitiva.
Carmen se durmió profundamente. Peláez no podía. La adrenalina seguía por las nubes y no podía parar de darle vueltas a lo vivido y a lo visto. E intentaba analizarlo. Comprender. Deducir.
Al final se durmió de puro cansancio. Pero su cerebro seguía trabajando. Durmió apenas dos horas. A las cuatro de la madrugada estaba desvelado. Se levantó, puso una cafetera en el fuego y encendió un cigarrillo. Cogió bolígrafo y papel y fue anotando lo que recordaba para intentar poner en claro la situación.
A las cinco se levantó Carmen. Tras desayunar, Peláez decidió pasar por su piso para recoger la libreta donde había anotado las conversaciones con Jerónimo Valldaura, con Gabriel y con el Dr. Fabregat. El rellano estaba a oscuras. Peláez abrió la puerta y sintió un fuerte empujón que le lanzó al interior del piso.
-¿Qué tal, plumilla? –dijo Pepe sonriendo- ¿O eres detective? Si hombre, como en las películas.
Peláez no sabía que le dolía más, si el cuerpo de los sopapos que tenía por costumbre darle ese mastodonte, o la mente de escucharle decir tonterías.
-Para Vd., Sr. Peláez –se atrevió-, que no recuerdo haber comido en la misma mesa.
Pepe se abalanzó sobre él todavía con la sonrisa en los labios.
-Veremos si en un rato eres tan chulito, plumilla.
Peláez quedó fuera de combate con un pañuelo de cloroformo.
Debían haber pasado unas cuantas horas porqué el sol ya estaba poniéndose cuando despertó. Estaba en una habitación parecida a la de Valldaura. Le pesaba la cabeza. El sinsustancia de Pepe le debía haber puesto demasiado cloroformo. Suerte que podía contarlo. Intentó levantarse. Escuchó una voz familiar a su lado:
-Sr. Peláez no se esfuerce. Debe descansar –dijo Gabriel, sentado en un sofá a su lado, con el brazo en cabestrillo-. 
-Gabriel… 
-Tranquilo, ahora vendrá el doctor.
-Fabregat, supongo…
-Claro Sr. Peláez.
¡Que equivocado había estado! ¡Ahora si lo entendía todo! No había micros en la habitación de Jerónimo Valldaura. Tan sencillo como que el enfermo había alertado a Pepe de su pregunta sobre le comisario Arbeloa y le tenía vigilado. Por eso sabía lo de Carmen. Asu vez, Gabriel vivía engañado. Le habían hablado de Arbeloa y la guinda del pastel fue implicarle a él ante el muchacho, razón por la que había recibido un tiro que reforzaba las teorías que su padre le había contado (a Gabriel, y también a él), sobre la culpabilidad de Conrado Berenguer en la muerte de su hermano y de su hijo mayor.
Los motivos de Jerónimo: concentrar el poder para si, mantener el apellido, los contactos de la familia con el Régimen. Su hijo mayor no era de tal parecer. Era, por tanto, prescindible. Fue el mismo Jerónimo quien, de acuerdo con Fabregat, se retiró al sanatorio. Desde allí podía conspirar con mayor libertad. Que Mercedes, su esposa, tuviera una aventura con Conrado, solo hacía que reforzar el núcleo duro de la familia, con su hermana Lola, y convencer a su hijo Gabriel (el que mantendría el apellido) de que su bando era el correcto, obviando años de desencuentros, menosprecios y abandono con Mercedes.
En lugar de Fabregat entró en la habitación el enfermero número uno, el excelso intérprete de Chopin, el pozo de sabiduría…(¡caray!, como le había afectado el cloroformo), en resumen, el zopenco de Pepe.
-Venga dormilón, que quieren verle…
“Ayudó” a Peláez a ponerse en pie sujetándole por el brazo y, seguidos por Gabriel, salieron de la habitación. Se dirigieron al despacho de Fabregat. Jerónimo lucía una mirada jocosa, Lola marmórea. Fabregat, en cambio, semejaba un perrillo a la espera de la caricia o de la aprobación de sus amos.
-Enrique –abrió Jerónimo-, mi querido Enrique. Vd. solo tenía que tomar notas para el libro que mi pobre e iluso cuñado le había encargado. ¿Quién le mandaba hacer de Philip Marlowe? ¿Sabe?, los detectives solo triunfan en las películas, ganan a los malos y se quedan con la chica. Vd. ya tenía a la chica, ¿para qué necesitaba saber quienes eran los malos? O, para el caso, los buenos.
-Gabriel –dijo Peláez ignorando a Jerónimo-, ¿sabes quien es el responsable de las muertes de tu hermano y de tu tío?
-Rojos desafectos al Régimen –respondió el muchacho-. Mis tíos engañaron a mi hermano que cayó por ser quien era, para dañar a mi padre.
-¡Despierta muchacho! –bramó Peláez-. ¿Qué sucedió cuando hable con tu padre del comisario Arbeloa? Tu tío no sabía nada de nuestra conversación.
-¡Tonterías! –tronó Lola-. Mi hermano y mi sobrino eran unos pusilánimes, y subversivos por añadidura. El buen nombre de los Valldaura, su posición y la empresa deben prevalecer. Caiga quien caiga.
Gabriel quedó mudo. Peláez lo aprovechó.
-Ya, pero Conrado y Mercedes, sus cónyuges, no pensaban como Vds. Que yo entrevistara a Jerónimo para un libro fue un intento de Conrado por hallar una grieta en sus armaduras, algún detalle. ¿Y tu madre Gabriel? Ella te ha dado la vida…
-Ella y mi tío…
-¡Y tu padre y tu tía!
-Insensato! –estalló Jerónimo-.
Pepe llegó primero y le soltó un sopapo a Peláez (¡que grande era Pepe para los trabajos manuales!). Intervino Fabregat:
-Bueno Peláez, no se preocupe. Ahora le pondré una inyección que le aliviará los efectos del cloroformo…
-Ya –cortó el aludido- Y yo tengo que creerle. Quizás me alivie eternamente y acabe tomando el desayuno con San Pedro.
Pepe le sujetó. Fabregat se acercó a Peláez jeringuilla en ristre.
Un estruendo seguido de una lluvia de cristales asoló la sala cuando cedió el ventanal del despacho del doctor.
-¡Me lo estoy pasando bomba! –exclamó Fangio, entrando seguido de un hombretón de 1,90 con brazos como columnas.
Fangio golpeó la mano del doctor rompiendo la jeringuilla y su cuñado (sin duda aficionado a la “traumatología” como Pepe), le aplicó al enfermero un tratamiento más intensivo si cabe que el que había sufrido Peláez, arrojando al zopenco en brazos de Morfeo.
Por la puerta del despacho entraron Carmen y Conrado Berenguer. La mujer agarró de la mano a Peláez y salieron del despacho seguidos de Fangio y de su cuñado.
-¿Y Conrado? –preguntó Peláez-
-Tiene cuentas pendientes con su familia –respondió Fangio-.
Vio a Mercedes sentada al volante de un coche deportivo, con el motor en marcha.
Arrancaba el taxi cuando escucharon tres disparos seguidos y un cuarto más espaciado. Con el rabillo del ojo vio Peláez salir a la carrera a Conrado y a Gabriel, (no iba a dejar el notario a su amada sin el único hijo que le quedaba). Se giró totalmente a tiempo de ver como lo dos hombres subían al coche de Mercedes.
Peláez y Carmen pasaron la noche en la torre que Conrado tenía en Llavaneras, donde nadie les buscaría. Fangio y su cuñado volvieron a sus domicilios.
En el salón de la torre vieron un sobre a nombre de Enrique. Dentro había dos pasaportes a nombre del escritor y de Carmen, un enorme fajo de francos franceses y un título de propiedad de un piso en París, así como dos billetes de tren de Perpignan a la capital de Francia para el día siguiente. Asimismo había una nota de Conrado que les agradecía lo hecho y les sugería como proceder.
Cruzaron la frontera. Iban a empezar una nueva vida. Pasaron la noche en Perpignan, no sin un asomo de temor.
A la mañana siguiente, vieron a un hombre esperando el tren con un ejemplar de “La Vanguardia”. Le pidieron hojearla y el hombre, solícito, se lo permitió. En portada, la muerte de los hermanos Valldaura, Fabregat y Pepe. En páginas interiores, el comisario Arbeloa glosaba la figura de los muertos como ejemplo de personas afectas al Régimen y juraba que cazaría a los culpables.
Al mes de estar en París, regentando Carmen un bar en el Quartier Latin y dedicándose Peláez a escribir en “Le Monde” y, a ratos, su novela, fueron a pasear en su día libre por Montmartre. Se detuvieron ante un quiosco. En portada de “Le Monde” salían Conrado Berenguer, Mercedes y, tras ellos, Gabriel. Estaban en un congreso que se celebraba en Perpignan de opositores al Régimen.
Y Conrado Berenguer era aclamado como líder de la oposición democrática. 






miércoles, 9 de mayo de 2012

Aclaración sobre la reflexión número 4.

Damas y caballeros, esta reflexión la escribí hace ya bastante tiempo (algo así como un año). Los acontecimientos, el día a día, me han dado la razón en algunas cosas (siguen votando cuatro y el cabo, es decir, seguimos desmotivados) y me la han quitado en otras (ya no existe ese conformismo de que nada va a cambiar, pero se han elegido nuevas formas de expresarlo alternativas a las urnas, por ejemplo el movimiento del 15-M).
Es por ello importante que retome el tema, cosa a la que me comprometo en breve.
Gracias. Un saludo.

Reflexión nº 4



Reflexión nº 4.


Es la rotación de la tierra sobre su propio eje y alrededor del sol la que, junto a la fuerza de la gravedad, mueve el mundo.
Esa es una verdad incontestable. Es demostrable empíricamente.
Como dijo años atrás un profesor universitario en el aula para demostrarnos la diferencia entre “regla” y “norma”:
“Regla: El agua hierve a 100 grados centígrados. Por mucho que alguien intente que hierva a menos temperatura, no lo va a conseguir.
Norma: Prohibido fumar. Lo pone en este cartel en el aula –sacó un cigarrillo, lo encendió y se puso a fumar-. Como ven, se puede infringir.
Por tanto la regla es inmutable, se puede demostrar empíricamente. La norma, en cambio, se puede infringir”.
Lo malo del caso es que nuestra vida diaria, la que más nos afecta, no la mueven reglas sino normas.
Y las normas, además de poderse infringir, son interpretables. También podemos decir que los motivos que impulsan a crearlas son moldeables. O más claramente, responden más al interés de unos cuantos que al bienestar de muchos. También es moldeable la respuesta de la opinión pública.
“La opinión pública”. ¿Y que es eso en realidad? ¿Cómo se contabiliza?
Hoy estamos más acomodados o, quizás, más decepcionados. Porqué la manera más clara de contabilizar la opinión de la sociedad, en democracia, es la participación y el posterior resultado en las elecciones.
En líneas generales, en las elecciones, sea cual sea su ámbito (local, autonómico, estatal), la participación es muy baja.
Y ¿cuál es la causa de la desmovilización de la sociedad ante las elecciones?
Se harán (y los que ya se han hecho) sesudos estudios y estadísticas varias. Pero si hablan cada día, a pie de calle, sea cual sea el nivel socioeconómico y cultural del barrio o población en que preguntes, la respuesta acostumbra a ser que ya no existe esa confianza, ese deseo de cambiar, de mejorar las cosas por cuanto, mande quien mande, siempre hará aquello que le de la gana. Esté o no de acuerdo la sociedad con ello.
Y está legitimado. Es cierto. Ha ganado unas elecciones, ha formado gobierno.
Pero, en realidad, 50 de cada 100 personas (a veces 40, otras 45) han decidido que es mejor ir a la playa, hacer una excursión o lo que crean pertinente.
Y de los 50 que han acudido a votar, posiblemente al ganador le habrán votado (como mucho) 18 ó 20 personas. Y alguien regirá el estado, la comunidad autónoma o el ayuntamiento, habiéndole votado (insisto, como mucho) 18 ó 20 personas de 100 posibles.
Formalmente poco se puede hacer porqué en democracia la legitimidad la dan las urnas. Tanto si acuden a ellas 40, 50 o las 100 personas que pueden acudir.
Esos 50 que han votado ya han dado su opinión, pero ¿y los 50 restantes?. Quien sabe. Si hubieran ejercido su derecho nadie puede asegurar que el resultado hubiese sido el mismo o bien, diverso.
Incluso es posible que algún partido que no ha conseguido representación consiguiera unos muy buenos resultados que le acercaran al poder, o que se lo dieran.
Y si así fuera, ¿estamos seguros de que satisfarían los anhelos y las esperanzas de tantos que hoy tienen (tenemos) la decepción por bandera?
Quizás si, quizás no.
¿Cuántos partidos no han variado su opinión tras llegar al poder?
Si hacemos un poco de memoria veremos que, tras la caída del muro de Berlín, la izquierda ha ido perdiendo de vista sus objetivos. No es tanto la conquista o la transformación del estado. No es que cada ciudadano pueda tener un utilitario. Lo cierto actualmente es que si podemos tener un BMW, ¿para que vamos a tener un Renault Clío?
Y es legítimo pero, ¿no estamos vendiendo nuestra alma al diablo por unos cuantos caballos de potencia de más?
En realidad la izquierda ha pasado de dar su apoyo real a los sindicatos a dar solo un apoyo formal. En campaña electoral se prescinde la chaqueta y de la corbata. En plena legislatura no pueden faltar.
Hoy la izquierda procura acercar posturas y opiniones a la patronal. Y no me refiero a quien tiene un negocio . Más bien me refiero a los patrones de grandes empresas multinacionales. “Hay que abaratar el despido”. “Hay que flexibilizar el mercado laboral”.
De lo que nadie se da cuenta (o a nadie parece importarle) es de que la economía es un circulo. Una empresa, a través de sus trabajadores, crea un producto que intenta vender en el mercado. Quien adquiere ese producto (es decir, el mercado), son esos mismos u otros trabajadores (creadores asimismo de otros productos que se introducen en “el mercado”).
Si se aboga por la precariedad laboral (por flexibilizar el mercado laboral, por abaratar el despido), se están quitando de las manos de esos trabajadores (o “mercado”) los instrumentos (“dinero”) para adquirir ese/esos producto/s que la empresa intenta vender.
Y si la empresa vende menos (y, por tanto, bajan sus beneficios) no puede pagar sueldos como los pagaba antaño.
Pero la solución siempre es la misma: precarizar el mercado laboral.
Y esos grandes patrones, de no menos grandes empresas, siguen disfrutando de las mismas ganancias, porqué la crisis viaja en ciclomotor, incluso en BMW (para eso han existido, existen y existirán los préstamos), pero jamás ha viajado, viaja, ni viajará en Aston Martin, en Ferrari o en Rolls-Royce.