Buenas tardes. Bienvenidos a mi blog.
Está pensado para publicar aquello que pase por mi mente, bien sea realidad (comentarios sobre noticias de actualidad, historia, etc.) o ficción (relatos, novela, incluso poesía).
También me gustaría que aquellos que lo siguierais expresarais vuestras opiniones.
Ojalá en un futuro no muy lejano, todos (vosotros y yo) estuvieramos satisfechos de leer (los unos) y de publicar (el otro) en este, el que espero, de todo corazón, sea a partir de ahora, un espacio de ocio, reflexión y opinión.
Gracias. a todos.
Un saludo.
Ricard.

martes, 12 de junio de 2012



Microcuento: TRISTEZA.

Por primera vez en muchos años no había ido al trabajo esa mañana. Su cuerpo, acostumbrado a toda una vida de levantarse temprano, había despertando a la hora habitual de los días laborables. Tenía todo el día para él pero no sabía que hacer con las horas que se lo comían minuto a minuto.
Prejubilado. ¿Qué narices significaba eso? ¿Ya no servía? De hecho, ya había acabado su relación oficial con el mundo laboral. Podía hacer otras cosas. Conocía gente y podía llevar las cuentas. Algún dinerillo conseguiría y mataría las horas. Y se sentiría útil.
Mucha gente decía envidiarle. “Te pagan por estar en casa”. Pero tenía que replantear su vida. Al fin y al cabo, los automatismos adquiridos en toda una vida de trabajo habían cesado súbitamente.
Desayunó en casa y salió a la calle. Compró el pan y el periódico. El suave sol de abril le sonreía pero cubrían su mente las brumas de otoño.
Avanzada ya la cincuentena, divorciado y sin hijos, la soledad le atenazaba. Su pareja actual, también divorciada, seguía trabajando. Tenía que ocupar sus horas, las horas que no compartiera con ella. Conseguir su propio espacio, un nuevo espacio ajeno al que le era habitual.
En su familia existían antecedentes de enfermedades mentales degenerativas. Tenía pánico a esas enfermedades. Con tantas horas de soledad, ¿quién se daría cuenta si cometía algún desvarío?, ¿sería él consciente?, ¿podía hacer algo, como por ejemplo ejercitar su mente de alguna manera, para evitar o al menos retrasar la aparición del Alzheimer?
En fin, que para ser el primer día de prejubilado no es que fuera la alegría de la huerta.
Decidió que esa primera semana la dedicaría a descansar. Fue paseando hasta el puerto. Una buena caminata recorriendo las Ramblas de principio a fin. Así, sin prisas, saboreó el aire, los olores, el griterío de la gente y los coches. Se paró ante alguna de las estatuas vivientes y les dejó unas monedas.
De vuelta a casa compró unas patatas fritas en una churrería artesanal. Cocinó aunque apenas tenía apetito (a pesar de la caminata). Después de comer se quedó traspuesto. Hacía mucho que no hacía la siesta en día laborable. Planchó unas camisas y a las siete de la tarde salió de nuevo a la calle para ir a buscar a su pareja al trabajo. A las ocho ella salió. Se besaron y se dirigieron a un bar cercano a tomar un refresco. La acompañó a su casa a tiempo para hacer la cena para sus hijos y el abuelo que vivía con ellos desde que faltaba la abuela, fallecida poco antes de un infarto. La abuela, que no fumaba, que  caminaba dos horas cada día, que comía sano…y falleció de un infarto.
Él no tenía que levantarse temprano al día siguiente pero ella si. Además del trabajo, tenía que acompañar al abuelo a la Clínica para unas pruebas. Se ofreció a llevar al abuelo, oferta que ella declinó pues tenía algunas preguntas que hacerle al médico. Despedida y cierre hasta el día siguiente.
Cuando llegó a su casa apenas cenó. Pensó que la idea inicial de estar una semana descansando quizás era excesiva. Al fin y al cabo, el tiempo que tengas vacío puedes acabar gastándolo en dinero. Y se había prejubilado, no le había tocado la lotería.
De pronto sonó el teléfono. En lugar de cogerlo al momento, lo miró extrañado. Casi nadie le llamaba al teléfono fijo de su casa. Apenas la familia, pero hablaban muy poco. Sus amistades y conocidos le llamaban al móvil.
Era la policía.
Habían encontrado a su tía en la calle. Por toda identificación tenía una vieja tarjeta de visita con el nombre y el teléfono de su sobrino. Lo único que habían conseguido sonsacarle es su nombre: Adela.
Fue a buscarla a la comisaría. La tía Adela le reconoció al momento. Estaba alterada, su realidad estaba alterada. No recordaba que ya era viuda, que vivía con su hija y su yerno. Les llamó y la llevó a su casa. Bastante miedo tenía ya a esas dolencias para que ahora su tía la manifestara.
Regresó a su soledad. Ya era tarde para llamar a su pareja. Pero necesitaba escuchar su voz, la voz que asociaba a los mejores momentos del día a día.
Conectó la televisión. Con tantos canales como había y no le interesaba nada. En unos daban debates preñados de expertos capaces de resolver el mundo, la economía y la política internacionales, conflictos nacionales e internacionales, e inventar la vacuna contra el resfriado común; en otros, programas de prensa rosa, en los que fulanito se entendía con menganita cuando no con zutanito, y alguien, a cambio de un buen estipendio aseguraba haberles visto ligeros de faja y enaguas; películas de acción en que un ser vitaminado, con exceso de horas en el gimnasio y alarmante falta de acercamiento a las aulas, se enfrentaba solito al ejercito de algún país (real o imaginario) masacrando a la mitad de ellos, mutilando a otro cuarto y todo eso en nombre de la libertad (presuntamente); especiales informativos, sesgados políticamente dependiendo del canal que lo emitiera; y series de televisión, la mayoría de las cuales empezaban con un misterio, aparentemente difícil de resolver, y que el (o la) protagonista acababan resolviendo si o si.
Decidió leer un poco. Eligió un clásico, con pocas páginas pero eficaz como pocos tomos que solo lo superaban en que podían usarse para desarrollar los bíceps: “El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde”, de Robert Louis Stevenson. Gran libro, pero también reflejaba la desesperación del protagonista por no hallar cura a su enfermedad.
Cerró el libro y, tras media hora de dar vueltas, finalmente se durmió.
A la mañana siguiente fue a casa de su tía Adela. Su prima le pidió que se hiciera cargo de ella mientras hallaban una solución ya que tanto ella como su marido trabajaban hasta media tarde. De hecho ella había llamado esa mañana al trabajo para explicar lo sucedido y pedir un día de permiso. Y, claro, como él estaba prejubilado, pues podía hacerles este pequeño favor.
No tenía ánimo para negarse, no por no querer ayudar, si no por la angustia que le embargaba, por sus miedos a la soledad y al Alzheimer. Su tía merecía que la ayudara. Le dijo a su prima que estuviera tranquila, que mientras no encontraran a quien la cuidara él iría cada mañana a cuidarla. A mediodía llamó a su pareja y le contó lo sucedido y su decisión. Ella por su parte le habló de las pruebas médicas que le habían hecho al abuelo. ¡Caray, que conversación! Aunque lo llevaba la edad. En unos años, alguien hablaría de sus enfermedades y de sus pruebas médicas.
Las conversaciones con su tía eran oscilantes. En ocasiones tenían sentido, tal parecía que ella estuviera perfectamente para, a renglón seguido, hablar de su infancia en tiempo presente o confundirle con su padre ya difunto, el hermano de la tía Adela.
Después de comer su tía se durmió y él aprovechó para entrar en internet y ver las posibilidades del viaje que tenían pensado con su pareja. Hoteles, vuelos, ofertas. Encontró un auténtico bombón, una semana en Praga en un hotel coquetón en el centro del barrio viejo con un descuento del veinte por ciento. Llamó a su pareja. El abuelo había empeorado y no sabía seguro si podrían irse en agosto. Había que esperar un poco. Adiós a la oferta. Pero había que ser positivo, ya saldrían otras.
Sonó un chisporroteo. Su tía había metido un tazón de leche, con cucharilla incluida, en el microondas. Lo apagó de inmediato. No se había dado cuenta de que su tía había despertado de su siesta. Le dijo que lo avisara si necesitaba algo. Vio una mirada triste, indefensa y una lágrima que caía mejilla abajo. La abrazó con fuerza.
-Hijo mío, no permitas que deje de ser yo. Quiero vivir mientras mantenga intacta mi dignidad. Ni un minuto más.
Se le heló la sangre. Al minuto su tía preguntaba si conocía a su novio. Aquel domingo habían ido a bailar y a ella le preocupaba que dirían sus padres.
A las seis de la tarde llegaron su prima y su marido. Le contaron que habían hablado con una asociación de afectados por el Alzheimer que les iba a dar una lista con tres cuidadores para que hablaran con ellos y ver cual les convenía más. Le invitaron a cenar y él aceptó la invitación. Cuando ya se iba, volvió a aparecer la mirada triste, indefensa de su tía Adela, que le abrazó, le besó con fuerza y le dijo al oído:
-Recuerda lo que te he pedido.
Cuando llegó a su casa puso la televisión. No llamó a su pareja porqué ya había quedado con ella que la iría a buscar al día siguiente por la tarde a la salida del trabajo. Además, todo tema de conversación hubiera sido triste y bastantes tristezas habían pasado ambos ese día. En lugar de llamarla puso la televisión. CSI New York. El asesino había dejado sobre el cadáver una brizna de lana de un jersey que solo se había vendido diez años atrás en una tienda de un pueblecito de Montana en el que había vivido. Tremendo. No hay quien entienda como pueden seguir habiendo asesinatos ya que, según parece, siempre les cogen por una brizna de lana de Montana o una mancha de pasta de dientes de Anchorage (Alaska).
Antes de acostarse leyó un poco. Se decidió por “Los fantasmas del sombrerero” de Georges Simenon. Muy bueno, muy entretenido, pero que vista escogiendo los libros: este trataba de un hombre que asesinaba mujeres de edad avanzada.
Fueron pasando los días. Él cuidando a su tía en horario laboral. Su pareja cuidando a su padre cuando terminaba su jornada. Su prima iba dilatando la decisión de contratar a un cuidador. Por así decir, se ahorraba un dinero ya que le salía más barato invitar a su primo a que cenara con ellos un par de veces por semana. Tampoco es que fuera un Gargantúa. Sin ambages: era más barato.
Los días se convirtieron en semanas. Avanzado mayo, su pareja le explicó que al abuelo le habían programado la operación para el mes de junio. Luego llegaría el postoperatorio. Es decir, no podían fijar el viaje. Por otra parte, su tía Adela no le había vuelto a hacer referencia a vivir mientras mantuviera su dignidad.
Una semana más tarde su prima y su esposo, mientras cenaba con ellos, conversaron sobre viajes. Sobre los lugares que les gustaría ver y las ofertas que se podían encontrar.
-Al fin y al cabo, trabajamos todo el día y el fin de semana cuidamos a mi madre.
El echó balones fuera y contraatacó con sus propias esperanzas viajeras. Esa noche llegó a su casa notablemente enfadado. ¿Cómo se podía tener tanta cara? Vio que en un canal de televisión iban a emitir, “La noche de los muertos vivientes” de George A. Romero y se acordó de su prima y su esposo, aunque solo fuera por el título. Vio la película con satisfacción. Acabó de leer “Los fantasmas del sombrerero” y se acostó.
A las seis de la mañana le despertó su pareja para contarle que el abuelo había fallecido mientras dormía. Un ataque al corazón, dijo el médico. Llamó a su prima para decirle que no podría acudir a cuidar a la tía Adela ya que iba a estar con su pareja para acompañarla y ayudarla en las gestiones que se debían hacer. Según parece, a su prima todavía no la había digerido ningún zombi ya que respondió con un:
-Ostras, pues esta mañana tenía una reunión muy importante, ¿y ahora que hago?
En lugar de responderle que le traía sin cuidado lo que hiciera o dejara de hacer, él, educado hasta la exageración, se despidió de ella:
-Tengo que dejarte. Ya hablaremos.
El entierro fue al día siguiente por la mañana. Por la tarde, después de comer, su pareja se entretuvo viendo fotos del abuelo y suyas de cuando era pequeña.
-No ha sufrido, pero no volverá a hablar conmigo, a cruzar esa puerta, a prepararme un café con leche caliente en invierno al volver del colegio. Y no he podido despedirme de él. ¡Me han quedado tantas cosas por decirle!  Aquellas palabras lo acabaron de decidir. Llamó a su prima y le dijo que decidieran a que cuidador contrataban y, a ser posible, que empezara al día siguiente, día en que él tenía cosas que hacer y no podía ir a cuidar a la tía Adela. Su prima montó en cólera y le llamó egoísta. Escuchó de fondo a la tía Adela:
-Hija, deja tranquilo a tu primo que tiene que hacer su vida. Yo ya he hecho la mía.
A él se le encogió el corazón mientras escuchaba el clic del teléfono al colgar su prima. Su pareja percibió la angustia en su rostro.
-Has hecho bien, no te preocupes. Es tu prima la que debe preocuparse por su madre. Tu ya la has ayudado bastante.
Al día siguiente, a mediodía, su prima le llamo envuelta en llanto. Su tía Adela había fallecido. Antes de que llegara el cuidador, mientras ella y su esposo desayunaban, Adela, antigua enfermera, se había inyectado una burbuja de aire en la vena, no sin antes dejar una hermosa carta en la que se despedía de su hija, su yerno, sus nietos y de él. La había cuidado como nadie y, a falta de grandes posesiones, le dejaba el viejo tocadiscos de su tío, con aquellos discos que tanto le gustaban de pequeño y que nadie más había hecho sonar desde que ella enviudara. También una fotografía de ambos con él cuando tenía seis años, en una de aquellas escapadas dominicales que hacían a pequeños pueblecitos de comarcas cercanas, que a él le parecían lugares de ensueño, repletos de fantasmas e historias a cual más interesante.
Un mes y medio después salían del hotel U Prince en Stare Mesto, Praga, él y su pareja. Se detuvieron, él cerró los ojos y al abrirlos de nuevo, le pareció por un momento que su tía estaba al lado de la estatua de la plaza de Stare Mesto junto a su tío, sonriendo ambos por verle feliz.









4 comentarios:

  1. Hola Ricard. Siempre me gusta lo que escribes, pero ahora te has salido de límites.
    Me ha encogido el corazón. Se me iba haciendo pequeño a cada párrafo y, sinceramente, yo tambien he sentido ese miedo. Esa infundada, pero inevitable sensación.
    Un relato estremecedor, pero tierno y acogedor. Si me viera obligado a ponerle un "pero" tan solo sería sobre el título. Porque pienso que tristeza no es la palabra que destacaria en este relato, sino mas bien lo que tan bien has definido... la dignidad.
    En cuanto a los miedos, ¿qué decir de ellos?, todos los tenemos... nos hieren, nos atenazan, pero la lucha contra ellos nos hace, eso... mas dignos.
    A partir de ahora seguire este blog con mucha atención. Afortunadamente he podido leer muchas cosas tuyas fuera de él, y espero que las vayas publicando para compartir estos pequeños tesoros.
    No me cabe la menor duda de que valdrá la pena.
    Una abraçada, company.

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    1. Muchas gracias Carlos. Intentaré seguir publicando con mayor regularidad. Creo que, a medida que pasa el tiempo va cambiando lo que necesito expresar. Las tristezas de la vida diaria, personales (algunas conoces) y colectivas (las vivimos día a día), hacen que la temática de los relatos sea cambiante. No se si más amarga, pero si más observadora con la realidad que nos rodea. Una abraçada.

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  2. Somos una generación de egoistas que ha decidido olvidar alegrías pasadas para no tener deberes futuros.
    Tu relato es muy tierno pero a la vez da un fuerte zarandeo a la conciencia, al abandono.
    Me ha gustado mucho. Un beso Ricard.

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    1. Muchas gracias Cristina. Yo creo que a medida que avanza el tiempo, que nos somete la edad, vamos siendo más conscientes de estos sentimientos. Un beso.

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