Buenas tardes. Bienvenidos a mi blog.
Está pensado para publicar aquello que pase por mi mente, bien sea realidad (comentarios sobre noticias de actualidad, historia, etc.) o ficción (relatos, novela, incluso poesía).
También me gustaría que aquellos que lo siguierais expresarais vuestras opiniones.
Ojalá en un futuro no muy lejano, todos (vosotros y yo) estuvieramos satisfechos de leer (los unos) y de publicar (el otro) en este, el que espero, de todo corazón, sea a partir de ahora, un espacio de ocio, reflexión y opinión.
Gracias. a todos.
Un saludo.
Ricard.

sábado, 21 de julio de 2012

FIESTA



                                                                FIESTA.


Siempre habían sido muy religiosos. Les venía de familia. De hecho, los padres de Federico, Ramón y Clara, demócratas y religiosos, se habían visto atrapados entre dos fuegos durante la guerra civil española. No en vano se sintieron perseguidos por la FAI en un lado y por la misma dirección del bando fascista.
El resultado fue que Federico quedó huérfano de padre a la tierna edad de diez años y criado por sus abuelos paternos (de probada fidelidad al bando vencedor) ya que su madre estuvo presa hasta que él hubo cumplido los veinte años.
De ella, de la infancia que pasó a su lado, recordaba su dulzura. Él siempre era para ella “su ángel”. Recordaba el olor a jabón y aquel perfume con aires de lavanda que, cerrando los ojos, le hacía ver la imagen de su madre en su juventud.
Sin embargo, tanto la educación que recibió de sus abuelos como la de su madre, tenían un punto en común: la religiosidad. Eso si, la de sus padres tenía como centro el amor, la de sus abuelos el temor.
Eran gentes de misa diaria y la dominical vestidos con sus mejores galas. Para ellos, el cielo era el premio a su devoción cristiana en la tierra.
El poco tiempo que tuvo para disfrutar de su padre le sirvió para aprender que el pueblo es soberano y ningún soberano tiene el derecho, terrenal o divino, de someter al pueblo. Hombre de firmes convicciones, de fuerte carácter y sonrisa fácil para apaciguar cualquier temor.
Ahora, con veinticinco años, y tras haber estudiado derecho, se había casado con la que había sido su novia desde que tenían dieciocho años él y dieciséis ella, de nombre Montserrat.
Ese domingo era festivo por doble motivo ya que bautizaban a su hijo recién nacido, Manuel. De buena mañana había sido un día con actividad febril. Montserrat iba de arriba abajo, de izquierda a derecha y de dentro a fuera. ¿Estaban a punto las peladillas? ¿Planchada la camisa de Federico? ¿La ropita de Manuel a punto? ¿No habría alguna mancha inoportuna en su vestido?
Para acabar de aderezar la ensalada en que se había convertido ese domingo, llegaron los abuelos de él. La abuela, Francisca, con gesto severo, se dedicó a hacer una revisión a fondo de la casa. El abuelo, Joaquín, tomó asiento en el jardín para aprovechar la bonanza de esa mañana de mayo. Miró a Montserrat sin decir nada. Ella sabía que era su manera de decirle que quería tomar un café.
Al poco llegó Clara, la madre de Federico. Su hijo y Montserrat la recibieron con un beso. Los abuelos, sus padres, torcieron el gesto.
-Vaya, hoy parecía un buen día y de repente se ha nublado –gruñó el abuelo.
-Yo también me alegro de verle, padre –respondió Clara.
La abuela le lanzó una mirada furibunda.
-Madre –la saludó Clara.
La abuela entró en la casa dejando a todos en el jardín.
A la media hora, salía todos en comitiva hacia la iglesia. Clara en el mismo coche que su hijo y su nuera. Al llegar a destino, vieron en la puerta a los padres de Montserrat, Francisco y Rosa, comerciantes que no tenían opinión política evidente, temerosos de Dios y de la Guardia Civil.
-Hijos míos, y mi chiquitín…-la madre de Montserrat cogió en brazos a su nieto.
-El padre nos espera…-terció la abuela de Federico con gesto adusto, consiguiendo que la mujer devolviera el niño a su hija inmediatamente.
-Lógico madre –intervino Clara-, sin el niño no hay bautizo. Y porqué le haga unos mimos su abuela no le va a arruinar el domingo.
Al abuelo se le congestionó el rostro.
-Buenos días –saludó el sargento de la Guardia Civil-. Buen día para bautizar a un cristiano. Esta país no anda sobrado de ellos, a pesar de la limpieza que hicimos durante la cruzada –mirando con sorna a Clara.
-No del todo –respondió ella- fíjese en el lamparón que lleva en la guerrera.
-¿Lamparón? ¿Qué lamparón? –mirándose la guerrera preocupado.
Entraron en la iglesia.
-Muy ingeniosa mamá, pero algo imprudente. No conviene hacerse enemigos de ese tipo –le susurró su hijo a Clara.
-Hijo, no hago enemigos, los mantengo –replicó Clara.
Los padrinos fueron el abuelo Joaquín y la abuela Rosa.
 Joaquín, hombre severo, de gesto adusto y marciales formas, sujetó a su nieto sobrado de eficacia y carente de ternura. No es que no quisiera a su nieto, es que no era viril demostrar el amor que le profesaba. Eso quedaba para las mujeres. Él seguía siendo el cabeza de familia y no perdía ocasión de demostrarlo.
Era precisamente por su posición que habían acudido a la ceremonia las fuerzas vivas del pueblo. El alcalde, el sargento de la Guardia Civil y el párroco, lógicamente. Les gustara o no a su nieto y, sobre todo, a su hija Clara.
Terminada la ceremonia, fueron todos al convite que se celebró en el jardín de la casa de Joaquín y Francisca. Al fin y al cabo era su nieto, el nieto de Joaquín Vidal, el hombre más poderoso de la comarca, dueño de tierras de cultivo y de una fábrica de bicicletas que daban trabajo a buena parte de los lugareños.
Fabián, el viejo mayordomo de su abuelo, los recibió con una sonrisa. No en vano había visto crecer a Clara y había pasado muchas horas con su hijo Federico.
-Que alegría verles, señores. Por Vd. no pasan los años Señorita Clara.
-Gracias Fabián.
-A ver, Federico –dijo el abuelo, dándole la espalda al mayordomo que se retiró discretamente- en la mesa principal os sentáis Montserrat y tu con nosotros y las autoridades.
-¿Y mi madre? ¿Y los padres de Montserrat?
-Los he puesto en una mesa al lado, al fin y al cabo los que importan son los padres de la criatura, los dueños de la casa, y las autoridades, por supuesto.
-No lo veo así, abuelo.
-¿Me replicas? ¡Esta es mi casa y se hace lo que a mi me da la gana!
-No importa hijo –intervino Clara- nos sentaremos en la otra mesa. –y bajando la voz- Ten la fiesta en paz que es el bautizo de tu hijo y al abuelo, a sus años, no lo cambiarás tu ni nadie.
-Pero madre…
-Hazlo por tu hijo. Tendremos más días para estar juntos sin gruñones de por medio –dijo Clara, mirando a su padre con una sonrisa burlona.
-¡Si por mi fuera no estarías aquí ¡–respondió Joaquín.
-Si no fuera por mi madre, ya nos habríamos marchado –soltó Federico.
Su abuelo levantó la mano.
Su hija se la sujetó en el aire.
-Ni se le ocurra ponerle la mano encima a mi hijo, padre.
-Desgraciada. ¡Sal de mi casa inmediatamente!
-Abuelo, quédese con sus amigos que mi familia y yo nos vamos. Vámonos –Federico hizo un gesto a su esposa y a sus suegros.
-¡Ni se te ocurra, desagradecido!
-¡Joaquín, haz algo, no lo consientas! –gimió Francisca.
-Hija mía –terció el párroco dirigiéndose a Clara-, una buena cristiana no falta la respeto a su padre.
-Ni un buen pastor regaña a sus ovejas porqué defiendan a sus crías del lobo –respondió Clara desafiante-, padre.
-Quizás si hubiera estado un tiempo con la Sección Femenina habría aprendido lo que se le olvidó casada con ese rojo –sentenció el alcalde.
-¡Deje en paz a los muertos! –respondió Federico- Usted no tiene ni la talla moral, ni la honradez necesaria para referirse a mi padre –siseó a un palmo de la cara del alcalde.
A Joaquín le dio un ataque de ansiedad.
-Joaquín, por Dios ¿qué tienes? –dijo Francisca, asustada, ayudándolo entre ella y el párroco a sentarse.
Joaquín se desmayó.
-Doctor Solans, por favor –ya acudía el médico del pueblo a atender al enfermo.
El sargento de la Guardia Civil dejó en la mesa el vaso de vino y se acercó desabrochando la pistolera.
-A ver, según parece no hicimos suficiente limpieza… Madre e hijo se vienen al calabozo.
-¡Ni se le ocurra tocar a mi madre! –Federico le dio un empujón al sargento que trastabillo y cayó al suelo con tan mala fortuna que fue a dar con la cabeza en la mesa quedando inconsciente.
-Al Doctor Solans se le acumula el trabajo –rió Clara-. No tanto como cuando certificaba los fallecimientos de los fusilados después de la guerra.
El aludido, con la mirada encendida, en cuclillas para atender al sargento, gritó:
-A mi la Guardia Civil.
Entraron a la carrera dos guardias que estaban en la puerta exterior del jardín, fusil en ristre.
-Detengan a Federico y a su madre. Han atacado al alcalde y al sargento.
Los dos guardias se abalanzaron sobre madre e hijo. Montserrat, viendo amenazado a su marido golpeó en la cabeza a uno de los guardias, no sin antes sacarle el tricornio de un guantazo. El otro guardia giró su fusil contra la joven y fue embestido por Federico.
 Francisco, el padre de Montserrat, dejó fuera de combate al Guardia de un puñetazo.
Sonó un disparo.
El sargento, que se había incorporado blandiendo su pistola, yacía en el suelo con un boquete en el pecho.
Frente a él Fabián, el viejo mayordomo, con su escopeta de caza.
-Señor Federico lo mejor será que se vayan a Francia. Vd., su esposa y sus padres, el niño y su madre.
-¿Y Vd. Federico?
-Ya soy viejo. Conmigo aquí tendrán con que entretenerse y eso les dará tiempo a Vds.
El alcalde intervino
-¿Acaso cree que lo consentiré?
-¿Acaso no sabe que una escopeta de caza tiene dos cañones? ¿Y que el otro está preparado? –respondió Fabián, haciendo enmudecer y palidecer al tiempo al alcalde.
-No se entretengan, recojan lo necesario y váyanse.
-Nunca lo olvidaré amigo mío.
Veinte años más tarde, en su casa de Ginebra, Federico, a la sazón jurista de Naciones Unidas, le contó a su hijo Manuel cual fue el final de la historia. Fabián había sido fusilado tras un consejo de guerra sumarísimo. Un viejo compañero de escuela del pueblo le había contado que al pobre habían tenido que sentarlo en una silla de cómo había quedado tras los interrogatorios. El abuelo Joaquín, superado por los acontecimientos y caído en desgracia para el Régimen, había fallecido en poco tiempo. Su corazón fue incapaz de aguantar. La abuela Francisca, sumida por la pena, sola en su casa, cuidada por el servicio, abandonada por todos, le había sobrevivido tan solo tres años.
-¿Nunca más hablaste con ella? –quiso saber Manuel.
-Hijo, siempre supe de ella por este amigo del pueblo. Al fin y al cabo era mi abuela. Pero ni ella tenía ganas de hablar con nosotros ni nosotros con ella. No habríamos sabido por donde comenzar. Porqué, en definitiva, a pesar de su edad, todavía teníamos que comenzar.













1 comentario:

  1. Como se pueden enredar las cosas.
    Como un acontecimiento feliz termina en tragedia por culpa de la intolerancia.
    Ojalá perdiéramos ese vicio de meternos en la vida y creencias ajenas y fuéramos capaces de respetar y no entrar en juicios.
    Conozco la historia de una boda que aunque no acabó tan trágicamente, si desencadenó una multitud de riñas familiares, un desvanecimiento, una pelea por culpa de excesos de brindis y finalmente la asistencia al evento de la guardia civil para poner orden.
    Esto ocurrió en Jaén en la boda de un hermano de mi exmarido, que me perdí por haber parido unos días antes.
    Excelente relato, con sonrisas espontáneas en medio de la tragedia.

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