Buenas tardes. Bienvenidos a mi blog.
Está pensado para publicar aquello que pase por mi mente, bien sea realidad (comentarios sobre noticias de actualidad, historia, etc.) o ficción (relatos, novela, incluso poesía).
También me gustaría que aquellos que lo siguierais expresarais vuestras opiniones.
Ojalá en un futuro no muy lejano, todos (vosotros y yo) estuvieramos satisfechos de leer (los unos) y de publicar (el otro) en este, el que espero, de todo corazón, sea a partir de ahora, un espacio de ocio, reflexión y opinión.
Gracias. a todos.
Un saludo.
Ricard.

martes, 22 de mayo de 2012



CHEZ CARMEN

Lucía un afeitado impecable. Siempre salía a la calle hecho un pincel. Se había cuidado siempre. La camisa impecablemente planchada, el nudo de la corbata perfecto, el traje hecho a medida por su sastre de confianza. Los zapatos, italianos, relucientes. Se miró al espejo: el peinado estaba perfecto.
En París era costumbre cuidarse. En cambio cuando estaba en su pueblo, en Tona, provincia de Barcelona, sus hábitos se consideraban una rareza. Incluso había quien guardaba dudas sobre su hombría. Bueno, más que guardarlas las exponía públicamente.
Esas eran cosas del pasado. Un pasado que incluía los estudios, en Barcelona primero y en Madrid después, que le habían llevado a la carrera diplomática. Influyó mucho su pertenencia a Falange. Ahora, Juan Manuel Manteca era agregado cultural en la embajada española en París. Establecía contacto con los exiliados. Incluso les ayudaba. Una sonrisa cómplice aquí, un silencio a tiempo allá, le servían para ir ganando su confianza. Algunos le llegaron a ver como un diplomático del Régimen que, en realidad, trabajaba en contra del mismo y a favor de los sueños y anhelos de aquellos exiliados, alguno de los cuales ya pensaba en reservar tumba en algún cementerio parisino.
Ninguno de ellos sospechó nunca que Manteca enviaba por valija diplomática informes de todas las conversaciones que tenía con ellos, planes que descubriera, de la localización de los más buscados. Ni que recibía a través de la misma valija instrucciones, alguna de las cuales justificaba la reserva de tumba en París.
En realidad, como en toda novela de espías que se precie, el cargo de agregado cultural en la embajada era una tapadera. Era miembro de los servicios secretos. Y extraordinariamente hábil en las artes negras, amén de cruel y falto de compasión alguna.
Esa tarde iba a un bar del Quartier Latin, Chez Carmen, donde sabía que se reunían emigrantes en algún caso conectados con los exiliados. Su objetivo era un líder de la oposición al Régimen. Iba de caza mayor.
Monsieur Peláez estaba comiendo en el bar con Carmen. Su compañera compartía ese momento de descanso del periódico que él se tomaba a mediodía. Carmen hacía buenas migas con la cocina francesa tanto como con la española, acabando su bar por ser un compendio de ambas gastronomías, ya que consideraba que para ser buena en lo de los demás, primero debía serlo en lo suyo.
Peláez había publicado un libro. Si, finalmente se tomó al pie de la letra el encargo de Conrado Berenguer y éste no le falló, ya que también tenía contactos en el mundo editorial francés. Las ventas del libro les habían dado una cierta comodidad en su vida. Habían pagado el bar y el piso. Y teniendo ambos trabajo (ya que Peláez continuaba en “Le Monde”) podían vivir con comodidad. No era como para comprar una lujosa vivienda en Les Champs Elysées, pero tampoco lo consideraban una necesidad vital.
Si daba para que el hijo de Carmen les visitara tres o cuatro veces al año. Estaba pensando en casarse con su novia y, aunque Carmen quisiera verlo feliz, no obsta que le preocupara que la hicieran abuela. Al fin y al cabo no era tan mayor y con su relación con Peláez volvía a sentir la chispa, la ilusión de construir algo nuevo, de volver a ser feliz, a sentirse querida, deseada. Peláez (Enrique para ella) vivía pendiente de hacerla feliz. Se le encendían los ojos al verla y a ella la piel cuando la tocaba.
Carmen se había empezado a interesar por la política tras haber tenido que huir de Barcelona con Peláez. En su pequeño mundo nunca llegó a advertir que la paz que allí reinaba era la paz de los cementerios. Fue empezar a ver, sentirlo en propia carne y abrir los ojos. Antes eran todos “rojos”. Ahora sabía diferenciar entre comunistas y socialistas, que significaba ser liberal, democratacristiano o que diferenciaba a los partidos conservadores, a los partidos de derechas, en una sociedad democrática de lo que representaban en una dictadura.
Tras hacer los honores a unas torrijas, debidamente acompañadas de una copa de cognac, Peláez cogió las manos de Carmen, la mirada incendiada. Carmen, coqueta, sonrió y viró su mirada.
Vio entrar a un hombre elegante, impecablemente vestido, afeitado con precisión y oliendo como pocas veces había olido a alguien. Se hacía mirar. Se veía. Era nuevo en su bar.
Peláez vio su mirada. Una punzada de celos hizo erguir su cabeza. Una sonrisa de Carmen y un apretón de manos los disolvió. Se irguió sobre la mesa y le besó. El nuevo parroquiano se acercó a ellos:
-Bon après-midi, Madame…Monsieur.
-Bon soir Monsieur.
-Disculpe patrona, mi nombre es Juan Manuel Manteca…quizás hayan oído hablar de mi…
-Si –dijo Peláez-, el agregado cultural de la embajada.
-Efectivamente…
-¿Sabrá el señor agregado diferenciar entre Goya y Picasso? Una pista…no son jugadores de fútbol.
-¡Enrique! –terció Carmen-.
-No se preocupe señora –dijo Manteca- quizás Monsieur Peláez no ha hablado con los exiliados…
-He hablado con las lápidas…
-Poco le habrán dicho…
-Lo suficiente…
La tensión se palpaba. Los dos hombres cruzaban sus miradas. Puro fuego. Pura rabia.
Atento a la disputa estaba Antonio Mayo, el hombre de confianza de Conrado Berenguer. Terció en el asunto.
-Haya paz, señores, haya paz.
-Tengo que volver al periódico. Hasta luego cariño –Peláez besó a Carmen y se fue-.
-Disculpe a mi hombre Sr. Manteca.
-Nada, nada. Ya comprendo que en determinados ambientes existe mucha desconfianza.
-¿A qué debemos su visita? –inquirió Antonio Mayo-.
-Tengo entendido que este es un local frecuentado por inmigrantes españoles. Y allí donde los haya voy yo a ofrecer mis servicios. Para lo que pudieran necesitar.
-¿Y en qué consisten los servicios de un agregado cultural? –quiso saber Carmen-.
Antonio Mayo sonrió. Manteca respondió.
-En principio ayudarles en cualquier tema referente a actos culturales que quieran organizar. Ofrecer la ayuda de la embajada en ese ámbito. Eso si, sin menoscabo de ofrecerme como enlace de la misma para aquellos temas que se necesiten, aunque no estén directamente relacionados con mi ámbito de trabajo. En definitiva, hacer un poco de consejero y otro poco de “solucionador”, si se me permite la expresión.
-Buenos, pues ya lo sabemos –dijo Carmen-. Pero hoy no es día muy concurrido, al menos de españoles.
-Les dejo una tarjeta con el teléfono de la embajada y mi extensión –Manteca sacó una tarjeta de visita de su cartera-. Cualquier cosa que necesiten Vds. o algún paisano, no duden en llamarme.
-Gracias, lo tendremos en cuenta –respondió Carmen-.
-Buenas tardes.
-Buenas tardes, señor agregado.
Manteca salió del bar. Mayo le dijo a Carmen:
-Por fuera huele bien. Habrá que saber si también por dentro.
Manteca salió a la calle. Encendió un cigarrillo, levantó la mirada y cruzó la acera. Tras él empezó a caminar un hombre al que había visto hablando con una mujer.
Manteca giró en la primera esquina y se detuvo a los diez metros. Se volvió. Llegó el hombre que estaba enfrente.
-Hola “Verrugas”.
-Hola Sr. Manteca.
Juan Carlos Hermosilla, alias “El Verrugas”, era miembro retirado de la Guardia Civil. Fiel servidor del Régimen y convencido de su credo, el mal nombre le venía dado por unas excrecencias pilosas aparecidas allí donde la espalda perdía su augusto nombre (afirmaban unos), o porqué difícilmente te lo podías sacar de encima (afirmaban otros, los que más le apreciaban). Era un perseguidor nato y resultaba muy difícil darle esquinazo. Cuando se retiró le ofrecieron seguir trabajando para el servicio secreto, cosa que aceptó de mil amores.
-Dime.
-Verá, he seguido a Mayo hasta aquí –explicó el Verrugas-. No ha establecido contacto con Berenguer. Ese pájaro no ha asomado todavía el pico.
-No le pierdas de vista y mantenme informado.
Entretanto, en Chez Carmen, Antonio Mayo avisaba a la patrona.
-No se fie nunca de un diplomático. Algunos van más allá. Y como no sabemos seguro quienes son santos y quienes pecadores habrá que andarse con ojo, que ya se sabe que en este mundillo la indiscreción es la antesala del velatorio.
-No se preocupe Antonio, que no soy persona que vaya a soltar prenda de mis parroquianos.
En una de las mesas del bar estaban jugando a las cartas cuatro habituales del bar.
Monsieur Labbé era un profesor universitario jubilado. Eminente matemático, había cultivado toda su vida la afición por la política y la historia. No en vano había luchado en la resistencia durante la II Guerra Mundial.
Monsieur Clouzot, policía retirado que colaboraba en ocasiones con Peláez para “Le Monde”, era de natural el más reservado de los cuatro…cuando no se soltaba contando algo que sabía centraría en él la atención de los demás. Pero sin llegar a la indiscreción.
Monsieur Chaban, Jean para los demás jugadores en tanto que el más joven, abogado de profesión, se relajaba con las partidas después de andar todo el día entre casos y clientes, alguno de los cuales pondría los pelos de punta a cualquiera.
Juan Caballero era un exiliado español. Llegó a Francia como emigrante pero nada más llegar se implicó en ayudar a los exiliados, no en vano, en su tierra, ya tenía inquietudes políticas. Inquietudes que fueron responsables en gran medida de su decisión de emigrar. Mecánico de profesión, había ingresado en el PS francés, desde donde su ayuda podía ser más efectiva.
-Por cierto Juan –dijo Monsieur Clouzot-, ¿sabe Vd. el cuerpo que encontraron flotando en el Sena hace una semana? 
-Si.
-Pues era un emigrante español. Estaba afiliado al PCE.
-No lo sabía.
-Una cosa que no salió en los periódicos: le faltaban las uñas de las manos. Le torturaron antes de matarlo de un balazo. Y no solo fue lo de las uñas…
-¡Ya está bien Clouzot! –protestó Jean Chaban-, bastante tengo con lo que oigo cada día en los tribunales para que me amenice la partida…
-Pues no debería ser tan sensible, Jean. Debería estar más curtido.
-¿Y a quien o quienes creen Vds. responsables de la muerte de ese hombre? –inquirió Monsieur Labbé sin levantar la mirada de las cartas-. Y sobre todo, ¿por qué le torturaron?
-No hace falta ser un lince para suponerlo –dijo Juan- ¿no lo cree así Antonio?
Antonio Mayo se acercó a la mesa.
-Si, realmente no hace falta tener mucha imaginación. Lo conocía. Se llamaba Pascual Herranz y era persona muy activa en el mundillo político. Quizás su propia notoriedad fue la que puso sobre aviso al enemigo. Pero lo cierto es que a todos los que estamos en el terreno de juego nos pueden partir una pierna.
Con la noche llegó Peláez. Carmen apremió a los últimos parroquianos que quedaban, aferrados como estaban el uno al cognac y el otro al armagnac, sirviendo ese distingo para entablar una discusión filosófica sobre las virtudes de uno y del otro licor. Cuando hubieron abandonado el -local, Peláez bajó la persiana. No en vano los martes cerraban antes. Se sentaron. Carmen se descalzó y Peláez le masajeó los pies.
-Gracias tesoro, que falta me hacía. Por cierto, ¿qué sabes de Pascual Herranz, un emigrantes español al que encontraron muerto en el Sena hace una semana?
-¿Por qué me preguntas eso?
-Hoy fue tema de conversación en el bar. A raíz del diplomático español que vino Clouzot habló del caso.
-Si, le encontraron muerto. Torturado y asesinado, arrojaron después su cuerpo al río.
-Pero ese diplomático no parecía…
-Tu lo has dicho: no parecía. Recuerda que las apariencias engañan. No digo que fuera él, digo que no hay que fiarse de las apariencias.
-Ya lo se, Enrique. No es que fuera a confiarle nuestras vidas. Solo que no me pareció peligroso…
Les interrumpió el timbre del teléfono.
-¿Mamá?
-Carlos, ¿pasa algo?
-Mamá, perdona que os llame a estas horas…un tal comisario Arbeloa ha venido preguntando por Enrique…
-¡Arbeloa! ¿y qué le has dicho?
-Que estaba en el extranjero…ha dicho que ya lo sabía, “en París, escribiendo en “Le Monde”, quería saber solamente si se encuentra bien de salud”. Y lo ha dicho con una sonrisita que me ha dejado helado. También me ha “recomendado” que me cuide mucho.
Peláez, tras escuchar el nombre de Arbeloa, pegó su oreja al auricular, junto a Carmen. Intervino.
-¿Qué dice?
-Espera Enrique, que no le escucho bien.
-¿Mamá?
-Si hijo, es que Enrique preguntaba.
-A Rosa le han denegado una plaza de profesora sin más explicación…
-¿Qué dice?
-Que a su novia le han denegado una plaza de profesora sin más…
-Mamá temo por ella.
-A ver Carlos…
-Qué hagan las maletas los dos. Se vienen a París –soltó Peláez-.
-¡Enrique no me asustes!
-Qué dice Mamá?
-Dame –Peláez cogiéndole el teléfono a Carmen-. Carlos, haced las maletas y os venís a París. Deja el bar al cuñado de Fangio, ya sabes, el taxista. Él sabe de que va todo. Coges el coche y en Perpignan os estarán esperando delante del Ayuntamiento. Yo me ocupo. No preguntes. Haz lo que te digo.
-Ahora mismo la llamo. Pero sus padres…
-Simplemente hazlo. Quien se acerque a ti en Perpignan preguntará por Carlos y Rosa. No lo olvides.
Tras colgar, Peláez y Carmen se miraron. Ella tenía el miedo reflejado en el rostro. Peláez la abrazó.
-No tengas miedo cariño, no permitiré que le pase nada malo a tu hijo.
La besó y empezó a hacer llamadas telefónicas.
Laura abrió la persiana de la “Boulangerie” situada en la esquina de “Chez Carmen”. Cada mañana a las siete en punto abría la panadería. Muchas veces sola porqué la patrona no gozaba de buena salud, cosa que la impedía estar tatas horas en su negocio como estaba Laura.
Era hija de refugiados españoles pero, aunque hablaba el idioma de sus padres con ellos, dominaba el francés a la perfección, convirtiendo este en su primera lengua, no en vano era el idioma en que se había escolarizado y el que hablaban la mayoría de sus amistades, excepción hecha del círculo cercano a sus padres.
Entró en la panadería un parroquiano habitual.
-Buenos días Laura…
-Buenos días Sr. Hermosilla, ¿una baguette?
-Si, gracias Laura…por cierto, hoy pareces muy contenta.
-¡Si, hoy viene mi niña!
-¡Qué bien!
-Mi ex marido me la trae y este fin de semana Jean Marie nos llevará al campo.
-Bueno, eso son excelentes noticias. ¿Dónde iréis?
-A casa de unos parientes suyos, a 50 kilómetros de París.
-¡Ay, a casa de unos familiares…! Ya te tocará hacer cosas.
-Bueno, ¿qué se le va a hacer?
-No, mujer. Cuando se va a descansar, se descansa. Y si vas a casa de otros no descansas. Lo mejor es ir a un hotelito.
-Ya lo se. Pero hay que contar hasta el último franco. Los dos trabajamos, pero…
-No te preocupes por eso. Tengo un amigo que tiene un hotel en el campo. Me debe un favor. Estaréis muy bien allí, hay un parque para los niños y tu descansarás.
-Muchas gracias Sr. Hermosilla, no se como agradecérselo.
-Bah, no te preocupes. Lo hago con gusto. Hoy hablaré por teléfono con este amigo y mañana te daré las señas y un sobre para que se lo des en mano. Ah, y llámame Juan Carlos.
-No se preocupe que será lo primero que haga al llegar.
-Buenos días Laura.
-Buenos días Sr. Hermosilla…es decir, Juan Carlos.
Y el “Verrugas” salió de la panadería. Si Laura hubiera visto su sonrisa, habría sabido que nada bueno podía esperarse de aquel hombre…
Laura, al contrario, pensó “pobre hombre, lo buena persona que es y lo que me cuesta no llamarle “Verrugas”.
Sabedor Conrado Berenguer del mal paso en que se encontraban Carlos y Rosa, hizo lo qe no está escrito para que ambos pudieran hallar no solo cobijo si no vida cotidiana en París.
Carlos, como si se encontrara todavía en Barcelona, pasó a trabajar en “Chez Carmen” junto a su madre. Conrado encontró una ocupación bien remunerada para Rosa como maestra, ya que las matemáticas eran iguales fuera cual fuese el país en que se enseñaran. Al fin y al cabo, dos más dos son cuatro, de Pekín a Nueva York.
Algo de malestar quedó en los padres de Rosa. Básicamente por el “qué dirán”. Se había marchado a París con su novio sin estar casados, aunque comprendían que no les había quedado más remedio.
A Peláez y a Carmen poco o nada les importaban tales zarandajas. No en vano tenían en casa una cama de matrimonio para cuando vinieran ellos. Que, al fin y al cabo, la juventud es una enfermedad que se cura con los años. Y tanto se cura que solo se pasa una vez.
Rosa era de la misma edad que Laura, la dependienta de la Boulangerie. Desde el primer día hicieron buenas migas.
-Bon jour Rosa.
-Bon jour, Laura.
-¿Cuatro croissants y cuatro “pan au chocolat”?
-Si, gracias.
-Por cierto –le dijo a Rosa mientras le servía el pedido-, hablando ayer con Jean Marie pensamos que quizás a ti y a Carlos os apetecería venir a Versalles este domingo.
-¡Siiii, gracias!... a Carlos le hará ilusión.
-¡Muy bien!
Se abrió la puerta de la tienda y entró el “Verrugas”.
-Buenos días, Laura.
-Buenos días, Sr. Hermosilla…¡ay, digo! Juan Carlos.
-Je, je, je…Por cierto, no te lo había preguntado, ¿qué tal el fin de semana?
-Fabuloso, no sabe cuanto le agradezco.
-Nada mujer, lo hago con gusto.
-¿Una baguette Monsieur?
-Si, gracias, como siempre –el Verrugas fue a pagar-.
-Ah no, Monsieur –rechazando Laura su dinero-, hoy le invito yo, ¿qué menos? Con lo que Vd. ha hecho por mi…
-Bueno mujer. Ya se sabe…hoy por ti y mañana por mi…
-Por cierto, me olvidaba, le di el sobre al dueño del hotel y me dio otro para Vd. Aquí lo tiene –Laura le entregó el sobre-.
El brillo de los ojos…la mirada del Verrugas, hizo que Laura se asustara. Algo no iba bien.
-Buenos días, Laura…y la compañía. Y gracias.
-Buenos días.
Cuando el Verrugas salió de la panadería, Rosa le preguntó a Laura:
-¿Quién es ese?
-Un emigrante español. Pero no se mucho más de él. Diría yo que es un poco reservado…Fue el que nos consiguió el hotel del fin de semana…
Juan Manuel Manteca recibió una llamada del “Verrugas”. No había noticias de Mayo, ni por supuesto de Berenguer. Había que sacar al conejo de la madriguera. Lo mejor era ir a por el tesorero de su partido, Héctor Ribas (ya que no podía alcanzar al corazón, a Mercedes –la pareja de Berenguer- y a Gabriel –el hijo de esta-, ni a Antonio Mayo –su mano derecha y al que se había tragado la tierra-). Si atacas al bolsillo tienes mucho ganado.
Manteca tenía la pistola en el cinturón. Calibre 22, con la mitad de pólvora en los casquillos para minimizar el ruido. Una navaja automática en el bolsillo posterior del pantalón. Una jeringuilla con anestésico en el bolsillo interior de la americana, con la aguja protegida.
Llegó al mercado de Les Halles, sabedor que era lugar del agrado de Héctor Ribas que los martes tenía por costumbre acudir allí. Manteca paseó por el mercado con aire ausente. A los diez minutos localizó a su objetivo. No le perdió de vista. Con infinita paciencia esperó a que Ribas volviera a su casa.
Pasando por un callejón del Quartier Latin le dio alcance y, sin darle tiempo a reaccionar, le clavó la jeringuilla con el anestésico. Ribas se desmadejó como un muñeco. Manteca le recogió evitando que cayera al suelo. Miró a uno y otro lado. Del lado opuesto del callejón surgió una figura.
-Yo le ayudo. Tengo el coche en la esquina –dijo el Verrugas-.
Transportaron a Ribas al coche. Media hora después estaban en una nave industrial abandonada en las afueras de París.
Ribas iba despertando.
-Buenos días, bella durmiente –la sonrisa de Manteca pareció iluminar la nave-. ¿Más descansado después de la siestecita?
-…agregado…ya tardaba –los ojos de Ribas se desperezaron al momento-. Siempre desconfié de Vd.
-¡Hombre de poca fe, Sr. Ribas! ¿Por qué desconfiar de mi? Con lo que yo hago por Vds.
-Demasiado hace, me parece a mi.
El Verrugas le soltó un tortazo a Ribas que resonó en el vacío y la quietud de la nave abandonada. Héctor Ribas sangraba por el labio.
-No nos pongamos quisquillosos Sr. Ribas –dijo Manteca-. Al fin y al cabo somos personas civilizadas. Solo estoy interesado en que me responda a una pregunta. ¿Dónde está Conrado Berenguer?
-No lo sé. Y aunque lo supiera no se lo diría.
-¡Ay Ribas, Ribas! En fin, estoy cansado. Me voy a dar una vuelta para relajarme –diciendo esto destapó el mantel que había sobre una mesilla situada al lado de Ribas, dejando a la vista jeringuillas, bisturíes, destornilladores, tenazas y un martillo-.
A Héctor Ribas se le salían los ojos. El Verrugas se remangó sonriente. Cogió el martillo. Saliendo Manteca de la nave tuvo tiempo de escuchar el crujido provocado por el impacto del martillo al estrellarse sobre la rodilla derecha de Ribas y el alarido de éste.
Cuando volvió, quince minutos y dos cigarrillos después, Héctor Ribas no tenía rodillas ni tres uñas de la mano izquierda. El Verrugas sudaba con las tenazas en la mano. Ribas lloraba de dolor.
-¿Y bien? –entró Manteca-. ¿Cómo va esa memoria amigo Ribas?
-¡No sé donde está! –sollozó la víctima-. Se lo juro. Ni aunque me arranquen todas las uñas se lo podría decir…
-Sea –sentenció Manteca-.
Y el Verrugas le arrancó las dos restantes uñas de la mano izquierda. Los alaridos de Héctor Ribas habrían despertado a un muerto. Pero allí no le podía oír nadie.
-¡No se nada, coño! ¿Cómo quiere que se lo diga?
El Verrugas cambió al martillo y el grito de Héctor Ribas pareció querer romper los cristales de la nave.
-¿Qué quieren? –sollozó-. No confían tanto en mi, por si pasa algo. Solo lo sabe Antonio Mayo…
-¡Lástima! –respondió Manteca con el cigarrillo en la comisura de los labios-, eso significa que no me sirves…
Se puso tras la víctima, le tiró del pelo hasta poner la cabeza erguida y con un gesto rápido echó mano de la navaja y le degolló.
Siguió fumando su cigarrillo pacientemente hasta que el desgraciado se desangró.
-Ya lo sabes –le dijo al Verrugas-, tíralo al Sena.
-A sus órdenes, Sr. Manteca.
Manteca sacó el peine de un bolsillo interior de la americana. No en vano tanto esfuerzo le había despeinado.
La desaparición de Héctor Ribas fue el tema que motivó la reunión del día siguiente en un piso de Montmartre.
La “Association des fans du cinema muet (Asociación de aficionados al cine mudo)” se reunía, como mínimo, dos veces por semana. Ya se sabe, había que preparar el pase del sábado.
Lo cierto es que bajo esa tapadera se reunían los exiliados españoles. Todos ellos eran conscientes de la importancia de mantener en secreto el local. Cubrían los más enrevesados trayectos para que, caso de que les siguieran, no pudieran descubrirlo.
Aquella tarde de miércoles, cuando llegó Peláez tras ser convocado de urgencia mediante un sobre a su nombre entregado al bedel del periódico, además de Antonio Mayo vió a su antiguo jefe Conrado Berenguer.
-¿Qué tal Peláez? ¿Carlos y Rosa bien?
-Si, muchísimas gracias Don Conrado.
-Conrado a secas, Peláez. Que con lo que hemos pasado Vd. y yo sobran determinadas formalidades.
-Pues nada, gracias otra vez Conrado.
-Bien. He convocado esta pequeña reunión porqué, como sabéis, Héctor Ribas ha desaparecido…
Sonó el teléfono. Antonio Mayo respondió:
-Alló?
-Antonio, je suis Marcel. Dígale a Peláez que han encontrado otro cadáver en el Sena. Es Ribas.
-Merci Marcel.
Colgó. La mirada lívida encontró las de Berenguer y Peláez.
-Era tu compañero de “Le Monde”, Peláez. Han encontrado el cadáver de Héctor Ribas en el Sena.
-¿Se lo han dicho a su mujer? –inquirió Berenguer-.
-No se nada más –respondió Antonio Mayo-.
Peláez cogió el teléfono y llamó a la esposa de Ribas:
-¿Catherine? 
-Peláez, gracias por llamar. No se nada de Héctor. No vino ayer a cenar. Si no puede avisa. Y nunca falta a dormir.
-Catherine, te paso a recoger por tu casa.
-Peláez, ¿ha pasado algo? No me asustes…
-Ahora vengo Catherine.
Berenguer asintió con la cabeza y Peláez salió del piso.
Dos horas después abrazaba a Catherine en la morgue, hundida tras haber reconocido el cadáver de su marido.
Peláez le explicó al inspector de la Sûreté, al que conocía por su trabajo de periodista, que el difunto y su esposa eran amigos suyos y que habían conocido su muerte por un compañero del periódico. Dejó a la viuda al cuidado de Carmen y fue al despacho del inspector.
-Nada en la vida de Héctor Ribas podía suponer peligro alguno, excepto sus ideas políticas.
-Bien Monsieur Peláez, veremos que nos dice el forense. Investigaremos esa vía pero sepa que debemos andar con pies de plomo para evitar un conflicto diplomático. Eso si, si se demuestran sus sospechas, llegaremos hasta el final.
Laura salió de la Boulangerie con una baguette bajo el brazo. Había quedado en encontrarse con Jean-Marie en Chez Carmen antes de ir a casa. Tras bajar la persiana se dio la vuelta y se encontró de frente con “el verrugas”.
-¡Ah, menudo susto Juan Carlos!
-Lo siento Laura…-lucia una sonrisa nada tranquilizadora-.
-Me sabe mal, ya he cerrado y no queda nada de pan…
-No mujer, si no venía por eso.
-Ah.
-Hablemos un momento.
-Es que Jean-Marie me está esperando…
-Será un minuto…Necesito que me hagas un favor. Tienes buena amistad con Rosa, la nuera de Carmen, ¿no es cierto?
-Pues…si.
-Bien. Y creo que también tienes buenas relaciones con Carmen y Peláez.
-Si…
-Entonces necesito que me pases información sobre él: cuando sale y a aque hora, quienes le visitan, etc.
-Pero…Sr. Hermosilla…¿quiere que le espíe? Yo no hago esas cosas…
-Bueno Laura, ahora las harás. No olvides el fin de semana que pasaste con tu novio y tu hija…que le llevaste un sobre al patrón del hotel…¿te has preguntado alguna vez que había en ese sobre?
-Me lo dio Vd. –Laura estaba lívida-.
-No llevaba mi nombre en ninguna parte…-respondió “el verrugas”- Se lo diste tu y es posible que tus amigos no estuvieran muy contentos… o incluso la Sûreté…Créeme Laura, no quiero que tengas problemas..
Laura estaba desencajada.
-No tendrás que hacer nada más. Yo vendré cada día a la panadería. Cuando tengas algo, me preguntas si quiero un croissant. Cuando termines a mediodía dejas lo que tengas en un sobre en la papelera de la esquina. Buenas noches Laura –y sin dar tiempo a reaccionar a la joven, “el verrugas” desapareció en la noche-.
Laura temblaba. Se dirigió a Chez Carmen y se encontró con Peláez en la puerta.
-Buenas tardes Laura. Pasa. ¿A encontrarte con Jean-Marie?
-Si, Sr. Peláez –le temblaba la voz y estaba a punto de echarse a llorar-.
-¿Qué te pasa mujer? Mira, ahí está Jean-Marie –acompañándola a la mesa-. Carlos, trae un cognac para Laura.
-¿Qué tienes niña? –le preguntó Jean-Marie a Laura, levantándose-.
Carlos le sirvió el cognac.
-No, no…nada –Laura se veía superada por la situación. El hombre al que debía espiar era el que la estaba ayudando-.
-¿Qué pasa Laura? ¿Quién era el hombre con el que hablabas? –intuyó Peláez-.
-Un…un cliente que…-y rompió a llorar-.


(C O N T I N U A R Á)

 









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