Buenas tardes. Bienvenidos a mi blog.
Está pensado para publicar aquello que pase por mi mente, bien sea realidad (comentarios sobre noticias de actualidad, historia, etc.) o ficción (relatos, novela, incluso poesía).
También me gustaría que aquellos que lo siguierais expresarais vuestras opiniones.
Ojalá en un futuro no muy lejano, todos (vosotros y yo) estuvieramos satisfechos de leer (los unos) y de publicar (el otro) en este, el que espero, de todo corazón, sea a partir de ahora, un espacio de ocio, reflexión y opinión.
Gracias. a todos.
Un saludo.
Ricard.

domingo, 20 de mayo de 2012



EL SANATORIO.

En ocasiones la inspiración la debía a Mr. Daniels, Jack para los amigos, sin menoscabar por ello la influencia que ejercía la Srta. Dorada, Estrella para quienes la frecuentan.
En otras, la claridad de un vaso de agua, la calidez de un café con leche o el vigor de un aromático café hacían las veces de vehículo inspirador sin necesidad de recurrir al dios Baco.
Era, en definitiva, persona más dada a los líquidos que a los sólidos. Persona de magras carnes y evidente osamenta era frugal en su apetito, bastando una mínima ración tres veces al día, como si de un antibiótico se tratara.
Tal régimen alimentario parecía escaso para un hombre de cincuenta años al que empezaban a blanquearse laderas y cumbres.
Modesto oficinista de día, vivaz escritor de noche, ocupado algún rato de vísperas y fiestas de guardar en otear (y, en ocasiones, catar) a las más vivaces reproducciones de Venus, solo como estaba sin más compañía que un gato. 
Siempre soñó parir una gran obra pero, de momento, solo había sufrido abortos. Publicó en gacetillas sus relatos, no sirviendo eso más que para poner guarnición al plato una vez por semana. 
Estaba nuestro héroe en su oficina haciendo cuentas, como de costumbre, y anotándolas en los libros con la exquisita letra que fluía de su plumilla, cuando le llamó al despacho Don Conrado Berenguer, dueño y señor de aquella oficina, notario para más señas.
-Vamos a ver Peláez (que así se llamaba nuestro héroe, aunque sus amigos se tomaran la familiaridad de llamarle Enrique), tengo entendido que tiene Vd. gusto por la escritura.
-Si, Don Conrado, siempre me ha gustado escribir.
-Pues verá, Peláez, necesito de su arte. ¿Podrá Vd. ayudarme?
-Don Conrado, lo que necesite, si está en mi mano…
-Por supuesto le pagaré, que no va a quedar desatendido su esfuerzo.
-Se lo agradezco Don Conrado pero…no se todavía que puedo hacer por Vd.
-Deme tiempo Peláez, que nunca nadie echó el arroz antes que hierva el caldo.
-Perdone Don Conrado…
 -Nada, nada…le decía…Si. En que consiste…Pues consiste en entrevistar a un hombre las veces que Vd. considere necesario. Una vez recopilado todo escriba un libro. Se trata del hermano mayor de mi esposa, Jerónimo Valldaura. El pobre está recluido en un sanatorio en el Tibidabo. Hace ya unos años que su salud mental no es la más…¿cómo lo diría?...adecuada- Si, esa es la palabra que mejor define el caso. Jerónimo le contará a Vd. su vida y milagros (de hecho es lo único que le queda, sus recuerdos). No me cabe duda de que Vd. será capaz de extraer lo mejor para nuestro fin último.
Eso si, yo le proporciono el material, un sobre para gastos y otras cosas que le contará Pilar y Vd. me permite leer su obra el primero. En cuanto a publicarla, no se preocupe que yo tengo conocidos en el mundo editorial y están encantados con la idea.
-Muchas gracias Don Conrado pero…nunca he escrito nada de esa índole y…
-Tonterías Peláez. Si Vd. tiene madera, cosa que no pongo en duda, con tan buenos mimbres seguro que hará un buen cesto. Ah…se me olvidaba. Dedíquese totalmente al libro. Yo le seguiré pagando como si estuviera en la notaría. Buenos días.
-Gracias Don Conrado. Buenos días.
Enrique Peláez salió al mundo todavía sorprendido de su buena estrella. Antes de salir de la notaría, Pilar, la secretaria de Don Conrado, le dio una tarjeta de visita del Dr. Carlos Fabregat, director médico del sanatorio en que estaba ingresado Jerónimo Valldaura, dándole recado de que lo llamara para concertar una entrevista.
Era fría esa mañana de modo que, antes de llamar al galeno, Peláez fue a tomarse un café con leche caliente, debidamente acompañado de una ensaimada. A eso le llamó desayuno.
Quedó con el Dr. Fabregat para esa misma mañana a las doce. En tanto que otra de las instrucciones de Pilar era que tenía libertad para hacer sus desplazamientos al sanatorio en taxi (eso si, guardando los recibos), empleó ese medio de transporte.
Le recibió la secretaria del doctor, que le hizo pasar de inmediato.
-Sr. Peláez mucho gusto –se levantó el doctor con la mano extendida para saludarle-.
-Igualmente doctor.
-Bueno, si le parece, iremos al grano. Puede Vd. venir cuando lo crea conveniente, si bien esta instalación cierra sus puertas a las diez de la noche. Los pacientes desayunan a las ocho, almuerzan a las dos y cenan a las ocho de la noche. Con tal que respete estos horarios, el resto es suyo. De hecho las cuestiones médicas con el Sr. Valldaura, al que trato en persona, se pueden flexibilizar.
-De acuerdo entonces, doctor. Si le parece vendré mañana mismo a las nueve de la mañana.
-Pues hasta mañana Sr. Peláez.
Enrique Peláez dedicó el resto de la mañana a preparar sus cosas: una libreta (nueva, claro está, que empezaba nuevo proyecto), bolígrafo en lugar de pluma por ser más fácil su uso al no estar en casa (se llevó tres, que no era cosa de quedarse sin tinta). Fue a comprar todo ello a la mejor papelería de su barrio.
Armado con el sobre que le diera Pilar, comió en el bar de la esquina de su calle. La patrona, Carmen, había enviudado dos años atrás y, a pesar de los agoreros que pronosticaban que no sería capaz de llevar el negocio adelante sin su marido, así lo hizo, mejorando además los números pues la cazalla, el brandy y el vino iban directamente a la caja registradora y no el gaznate de su difunto (y alérgico al agua) esposo.
Peláez tomó una sopa (¡que bien sentaba en un día tan frío!) y una tortilla a la francesa en amigable compañía de un vaso de vino, sin olvidarse del café. Casi nunca tomaba postre. La patrona le invitó a una copa, cosa que él agradeció. Bien pensado –barruntaba Peláez-, no estaba mal Carmen y le miraba con buenos ojos.
Tras el ágape se dirigió a su piso. Ignoraba a que se refería Don Conrado con “nuestro fin último”, pero descartó preguntarlo por un aire de prudencia que le asaltó. Primero dejaría que Jerónimo empezara a hablar y luego decidiría por donde cabía ahondar más.
Sumido como estaba entre preparativos y cavilaciones, sonó el timbre de la puerta.
-Buenas tardes, ¿el Sr. Peláez?
-Si, señor.
-Mi nombre es Gabriel Valldaura, el hijo de Jerónimo al que, según tengo entendido, Vd. visitará mañana.
-Pase, pase, por favor.
Le hizo pasar al pequeño salón comedor y le invitó con un gesto a tomar asiento en una de las dos butacas de terciopelo que representaban la máxima comodidad de aquella estancia.
-¿Quiere Vd. tomar algo? ¿un café? ¿quizás algo más fuerte?
-Un brandy, si es tan amable.
Una sonrisa asomó a los ojos de Peláez viendo aquel muchacho de barba reciente pedir un brandy. Sirvió dos copas y tomó asiento en la otra butaca.
-Y bien, ¿en qué le puedo ayudar?
-Vera, Sr. Peláez…¿tiene Vd. hijos?
-No.
-¿Está Vd. casado, por ventura?
-No.
-¿Viudo, por desgracia?
-No.
-¿No será Vd. de la acera de enfrente?
-Mire joven, transito por la misma acera por la que aparentemente lo hace Vd.; ni tengo la desgracia de ser viudo, ni la ventura de estar casado, ni mucho menos tengo hijos, al menos que yo sepa. Sin embargo no creo que mi estado civil sea cosa de su incumbencia.
-Disculpe…yo…solo era por si Vd. se podía poner en la situación de un padre…
-Me lo puedo imaginar, hasta ahí llego.
-Pues bien, el caso es que Vd. trabaja para mi tío Conrado Berenguer y…no creo que él quiera bien a mi padre…
-Si no se explica mejor…
-Mi abuelo amasó una gran fortuna. Empresario textil que supo sortear crisis, guerras y revoluciones, tuvo tres hijos: Jerónimo, el mayor (mi padre), Dolores, la mediana (y esposa de Conrado) y Joaquín, el pequeño, que falleció hace unos años. Mi abuelo iba cediendo la gestión de la empresa a mi padre, que siempre había trabajado con él. Mi tío Conrado le dio estudios de Economía a su hijo mayor, José Antonio, que entró en la empresa de mi abuelo. Desde entonces todo han sido maniobras para apartar a mi padre y dejar la empresa a José Antonio.
-Mire…
-…Gabriel.
-Gabriel, eso son cosas de familia que no son de mi incumbencia. Además (y perdone la franqueza), su padre está en un sanatorio, está enfermo y no ingresan allí a las personas porqué si…
-¿Ah, no?
-Mire joven…
-A mi padre no le pasa nada…o no le pasaba cuando lo ingresaron. Mi tío tiene poder, conoce a mucha gente: políticos, policías, médicos que pueden firmar un certificado de lo que sea…
Peláez se levantó del sofá, tomó la copa de brandy del muchacho y le dijo:
-Joven, le sugiero que en lo sucesivo tome Vd. un refresco. Buenas tardes.
-Ya me voy Sr. Peláez. Pero, por favor, pregunte Vd. a mi padre quien es el comisario Arbeloa.
-Le preguntaré, joven, le preguntaré…Buenas tardes.
-Buenas tardes.
¡Será posible! Un muchacho al que acababa de conocer criticando a su benefactor, a Don Conrado. Pero, realmente,…¿qué sabía él de la vida de Don Conrado fuera del despacho?
Amaneció sonriente el día. A las siete y media estaba Peláez en el bar de Carmen para desayunar. Zumo de naranja, café con leche y un bollo de crema se constituyeron en asamblea ante sus ojos. Tras el trámite parlamentario con Carmen, los constituyentes entraron en la sala de sesiones. Hasta la siguiente, a mediodía.
Paró un taxi con el que se dirigió al sanatorio. Faltando cinco minutos para las nueve llegó a la puerta. El celador avisó al Dr. Fabregat que salió a recibirlo. Peinado, planchado y oliendo a Varon Dandy, bronceado de esquiador, camisa y corbata de la mejor calidad, su blanca bata lucía impecable. A su secretaria le caía la mandíbula. Peláez llegó a temer que la pobre sufriera un desmayo como los de las fans de cantantes y artistas de cine.
-Buenos días Sr. Peláez. Veo que es Vd. puntual.
-Buenos días doctor. Es lo mejor para empezar el día.
-¿Ha desayunado?
-Si, gracias.
-Bien, entonces podemos ir a la habitación del Sr. Valldaura. Es grande (solo para él) y hay una mesa y sillas para que su trabajo sea más fácil.
-Le agradezco el detalle doctor.
Se dirigieron al pasillo a la izquierda de recepción, justo al lado de la estancia que daba al despacho del doctor. La primera habitación era la de Jerónimo Valldaura. Más parecía suite que habitación. Con un amplio ventanal que dejaba entrar el sol (aunque con rejas, eso si), una cama más grande de lo habitual, dos sofás y una mesa con dos sillas. Valldaura estaba sentado en uno de los sofás. Parecía ensimismado.
-Jerónimo –dijo el doctor-, le presento al Sr. Enrique Peláez. Viene a entrevistarle, como ya le conté, para el libro que va a hacer.
Jerónimo Valldaura levantó la vista y sonrió a Peláez.
-Mucho gusto Sr. Peláez.
-El gusto es mío Sr. Valldaura.
-Bien –intervino el Dr. Fabregat- pues les dejo con sus cosas. Lo que necesite Vd. Sr. Peláez, no dude en avisarme.
-Gracias doctor.
Quedaron solos entrevistador y entrevistado.
-Sr. Valldaura, me gustaría que empezáramos dando Vd. una pincelada (a grandes rasgos) de su vida. Ya tendremos tiempo de entrar en detalle.
-Sr. Peláez…mi vida es compleja. Y por lo que dicen los que saben de cuerpo y mente, no tengo el discernimiento debidamente centrado. Es por ello que me ha causado gran sorpresa cuando el Dr. Fabregat me ha hablado de su proyecto…bueno, del proyecto de mi cuñado Conrado, en le que ha acabado metido Vd.
-Sr. Valldaura, mi intención es ser lo más ecuánime posible. Contar su historia según su punto de vista.
-Peláez, Peláez…déjeme adivinar…¿acaso mi cuñado no le ha exigido leer el manuscrito antes de publicarlo?
-Pues…si…
-¿Lo ve Peláez? Vd. conoce a Conrado Berenguer en la distancia de un despacho del que, además, él es su superior. Yo le conozco en las distancias cortas, cuando realmente se conoce a las personas. Pero, en fin, voy a contarle “a grandes rasgos”, como dice Vd., mi vida:
-Como sabrá Vd., mi padre creo una gran empresa de la nada. Empezó de aprendiz en una sastrería. Fue ahorrando y aprendiendo. Y entre oportunidades, intuición y chivatazos, triunfó en los negocios. Toda gran empresa nace con algún esqueleto en el armario. Y la de mi padre no es una excepción. No le daré más detalles ya que mi padre no solo está vivo si no activo. Supongo que debería confiar en su discreción, pero prefiero fiarme de su ignorancia.
Como ya es cosa pasada si puedo contarle que, siendo España país neutral en la I Guerra Mundial, mi padre aprovechó la situación para hacer negocios con ambos bandos. Por así decir, quiso asegurar beneficios y contactos ganara quien ganara. Y lo hizo tan bien que los vencedores nunca supieron nada de los negocios con los vencidos. Poco faltó para que le dieran una medalla por contribuir a la victoria.
Mi madre era una mujer sencilla, poco dada a lujos superfluos. A pesar de lo que creció la empresa, siempre guardó por temor a que un día no llegara para poner un plato de lentejas en la mesa. No era persona de recepciones y paripés de cualquier tipo.
En mi caso, el mayor de tres hijos estaba destinado por tradición a dirigir la empresa. Era “l’hereu”, el heredero. Nunca se planteó que mi hermana Lola tuviera que ver con dirigir la empresa, pero si que Joaquín, mi hermano menor, estuviera junto a mi.
Licenciado en Económicas, me convertí en el número dos de la empresa. Mi padre fue delegando en mi. Me casé y tuve dos hijos: Jorge y, diez años más tarde, Gabriel (a quien creo que conoce). Entretanto mi hermana Lola se casó y tuvo a su hijo José Antonio.
Conrado siempre gustó de estar cerca del poder. Por eso se afilió al Movimiento y a punto estuvo de ser elegido para Cortes. Siempre desconfié de él. Fíjese que le hablo abiertamente a pesar de saber que le dará el manuscrito a él. Pero dejo a su consciencia la decisión cuando conozca toda la historia.
La cuestión es que, en mi caso, nunca estuve cerca del Movimiento. Persona con gusto por la Historia y la Política, me acerqué a personas hoy consideradas subversivas, pero que, para mi, son promesa de libertad y justicia.
Cometí la indiscreción de permitir que Conrado conociera mis inclinaciones políticas. Él aprovechó sus contactos. Poco después la policía hizo una redada en un cine en el que estábamos reunidos un grupo de personas habituadas a pensar en lugar de decir amén.
La cuestión es que en el curso de la redada y los interrogatorios posteriores, mi hermano Joaquín y mi hijo Jorge fallecieron. Los mataron, dicho “en clair”. ¡Que curioso! Los que podían entorpecer que mi sobrino José Antonio heredara la empresa. Los que estaban entre él y yo. A mi me salvo el que mi padre me había transferido el 50% de las acciones y mi hijo Gabriel hubiera heredado si me pasaba algo. Por eso acabé en un sanatorio. Me declararon incapaz. Era la solución más fácil. Ahora José Antonio tiene mando pero no el control.
-¿Quién es el comisario Arbeloa? –preguntó Peláez, a bocajarro-.
Jerónimo Valldaura palideció.
Peláez comió en el bar de Carmen, ¿dónde si no? Jerónimo Valldaura se había cerrado en banda tras escuchar el nombre del comisario Arbeloa. Dijo estar cansado y le agradecía si continuaban a la mañana siguiente. Peláez no se opuso y volvió a casa.
La patrona le atendió en persona y tras el ágape le obsequió con una copa de Jack Daniels que agradecieron cuerpo y mente de nuestro aspirante a maestro de las letras.
Cuando menguó el trabajo, Carmen tomó asiento junto a Peláez. Pasaron un buen rato juntos hablando de penas y alegrías, de los gustos de ambos que, (¡mira tu que bien!) fueron a coincidir en cine, cenas y viajes. Lo que son las cosas les gustaba lo mismo, si bien uno era más de Coppola y Buñuel y la otra de Stallone y Mariano Ozores. Pero al menos coincidían en el gusto por una sala oscura. Pareció que podía pasar de tarde prometedora a noche despendolada, cuando se presentó el hijo de Carmen con retortijones y mareos varios. Aplazaron para otro día las alegrías que les pedía el cuerpo y Enrique Peláez, con el rabo entre las piernas (nunca mejor dicho), se dirigió a su casa a ordenar lo que surgió de la entrevista en el sanatorio.
Estando en casa, en batín y envuelto por lo efluvios provenientes del caballero americano (Jack, para los amigos) y una alarmante subida de testosterona, sonó el timbre de la puerta. Al abrir se encontró a un mocetón de 1,80 metros, calvo y con mirada feroz (y, seguro que si, también te devolvía el palo si se lo tirabas).
-Buenas tardes Sr. Peláez. Soy Pepe, celador del sanatorio ¿me recuerda?
-Si, le recuerdo ¿qué puedo hacer por Vd.?
-Si no me equivoco Vd. le ha preguntado hoy a nuestro común amigo por cierta persona. Sepa Vd. que esta persona no gusta de que pregunten por él.
Y aquí Peláez (¡alma cándida!) sintió herido su orgullo y su recién estrenada profesionalidad literaria y dijo:
-¿Acaso cree que los gustos de este señor me harán dejar de preguntar?
Un bofetón resonó en la entrada del piso de Peláez, a su vez receptor del mismo. Su 1,72 metros, sus magras carnes y su evidente osamenta poco podían hacer contra aquel cúmulo de músculos que, para acabar de rematar la faena, le pisó la mano. La izquierda, eso si, que el novelista de nuevo cuño era diestro y no se trataba de que no pudiera escribir, que esa era orden superior.
-Sepa –dijo Pepe- que lo de hoy habrán sido caricias de su novia la del bar, comparado con lo que le podría suceder si no hace caso a las advertencias.
Salió dando un portazo y Peláez quedó dolorido en el suelo. De nuevo sonó el timbre de la puerta. “¡Caray –pensó- esto parece el metro de Plaza Catalunya en hora punta!”.
Abrió y encontró a Carmen, que le llevaba una tortilla de patatas y un par de cervezas.
-¡Enrique! ¿Qué te ha pasado?
Carmen se aplicó a curarle tras rechazar él ir al Dispensario de Pere Camps. A Carmen le caían las lágrimas por las mejillas y se fundió en un abrazo con Peláez. Se besaron. Olvidaron la tortilla de patatas y las cervezas durante una hora (suerte que las puso en la nevera al ir a por hielo para la mano de Peláez).
Después dieron buena cuenta de la cena. Peláez no recordaba haber comido con tanto apetito en mucho tiempo. Cayeron dos cafés, que no era cosa de dormirse en una ocasión como aquella. Y a fe que no durmieron.
Por la mañana temprano salieron de casa. Desayunaron en el bar y a las ocho y cuarto Peláez tomó un taxi al sanatorio.
Al llegar lo recibió Pepe con una sonrisa de oreja a oreja. Le llevó hasta la habitación de Jerónimo Valldaura sin dejar de sonreír. Curiosamente, Peláez mantuvo una mirada fría que le acabó borrando la sonrisa al celador.
Entró en la habitación y se dirigió directamente a la mesa donde le esperaba Jerónimo Valldaura.
-Los riesgos de preguntar según que cosas –dijo señalando con la mirada la mano izquierda vendada de Peláez-.
-Todavía me queda otra mano –replicó el aludido- y creo que la necesitan para que escriba lo que a ellos les da la gana.
-¡Vaya! Veo que tiene Vd. redaños.
-Es lo único que me queda.
-Pues manténgalos, que falta le harán ahora que tiene novia.
-¡Pero bueno! ¿Esto es el “Hola” o qué?
Valldaura se levantó y abrió el grifo de la ducha y del lavamanos.
-Esto es para que no nos escuchen tan bien y podamos hablar mas tranquilos. Peláez, algunos me consideran un enfermo, no me consideran peligroso, ni tan siquiera un riesgo.
-¡Pues vamos a demostrarles que los dos lo somos, Jerónimo! Si me permites que te tutee.
-Por supuesto Enrique. Hacía tiempo que no veía en alguien a un posible compañero de armas.
-Hablemos entonces de nuestro amigo de ayer.
-Pues bien –empezó Valldaura-, Arbeloa fue quien dirigió la redada que acabó con la vida de mi hermano y de mi hijo. Es un sádico. Era muy joven, pero durante el Alzamiento fue uno de los falangistas más temidos en Bilbao. Al acabar la guerra fue asignado a Barcelona. Es el “arma” más poderosa de Conrado.
-Pero tu también eras poderoso como tu cuñado, ¿no pudiste hacer nada?
-Mi poder es económico, el de mi cuñado político. Enrique te pido un favor: cuida de Gabriel. Es joven, impetuoso y temo por lo que pudiera sucederle. Sin duda estará en el punto de mira de mi cuñado. En política, nunca me ha parecido que mi hijo llegara al compromiso de su hermano o al mío. Mi esposa, Mercedes, es muy fuerte. No traga a Conrado. Defenderá con uñas y dientes a Gabriel. Pero temo a Conrado. Algo trama. No me lo tomes a mal Enrique, pero tu eres su muñeco de paja.
-Jerónimo, yo…
-No, no, no. No me malinterpretes Enrique. No te culpo. Es solo que conozco a mi cuñado. No desconfíes de Gabriel…a pesar de vuestro primer encuentro. Habla con él. Eso si, con prudencia. Que no es cosa que Arbeloa entre en acción.
Llegaron las dos de la tarde. La hora del almuerzo en el sanatorio. Fagrebat, solícito, le ofreció quedarse a comer y Peláez aceptó. Comida de hospital. Nada más. ¡Que diferencia con el bar de Carmen! Para empezar, no estaba Carmen.
Después del ágape, Fabregat le dio nuevas instrucciones: solo podían aprovechar la mañana por cuanto habían decidido dedicar las tardes a terapia.
Peláez volvió a su casa. Es un decir. Volvió, en relidad, al bar de Carmen. Un Jack Daniels, dos besos furtivos y, esta vez si, volvió a su casa. Decidió llamar a Gabriel. Quedaron en el Rompeolas a las siete de la tarde.
A la hora prevista allí se encontraron. Empezaron a caminar. Al rato, dijo Gabriel:
-Sr. Peláez, vea Vd. por encima de su hombro izquierdo, como si girara sobre si mismo para hablar conmigo, a un hombre con bigote, raya a la derecha y gabardina gris. Nos sigue desde que nos encontramos. No haga nada, como si no estuviera.
Siguió las instrucciones del joven. Durante dos horas Gabriel contó a Peláez la historia de su familia. Algunas cosas ya escuchadas, otras nuevas.
-Sr. Peláez, acabaré por descubrir que es lo que trama mi tío. Yo le ayudaré a limpiar el nombre de mi padre.
-No hay nada que limpiar, Gabriel.
-Es que me han llegado ciertos rumores que…
¡Bang! Sonó un disparo y Gabriel mudó el rostro. Cayó cuan largo era con un hilillo de sangre fluyendo de su hombro izquierdo. Peláez miró en derredor. Ni rastro del hombre de la gabardina. No había nadie. Vio llegar corriendo a un camarero del restaurante.
-¡Llame a una ambulancia! –gritó Peláez-.
Dejó al muchacho al cuidado del camarero y salió corriendo hasta que vio un taxi y, enajenado, no supo darle dirección alguna. Vaya Vd. a saber por que, se le ocurrió la dirección de Jerónimo Valldaura.
Llegó allí el taxi. Cuando Peláez iba a pagar, vio salir a Conrado Berenguer acompañado de Mercedes, la esposa de Jerónimo. No hubo efusiones. Apenas un roce entre los dedos de ambos. Roce suficiente par que mil y una historias de conspiraciones tomaran cuerpo en el cerebro de Peláez.
Ahí empezó a comprenderlo todo. Enferma la esposa del notario, este había tomado ya sucesora en la persona de su cuñada.
¡Ahora lo veía claro! ¡Tanto creer en conspiraciones, cuando la explicación a todo era la más vieja del mundo! Conrado quería demostrar lo suficiente para que cundiera el pánico entre sus poderosos amigos y decidieran eliminar a Jerónimo. En cuanto a su esposa, enferma, no tardaría en tomar el último camino. Y si tardaba ya se encargaría Conrado de acelerar el camino.
Peláez se encontraba ante una situación difícil: debía ser capaz de demostrar que lo que había visto cuadraba con lo que había deducido. Además, con eso, iba a morder la mano que le daba de comer. Lo primero que hizo fue decirle al taxista que siguiera hasta el dispensario de Pere Camps.
-Lo que Vd. mande jefe. Pero si hubiéramos ido allí primero le quedaba más cerca.
-Si tiene miedo de que no le pague, mire este billete –mostrándole Peláez un billete de 1.000 pesetas al taxista-.
-Nada, nada, Vd. manda…
Peláez bajó del taxi al llegar al dispensario. Preguntó a una enfermera por Gabriel.
-Perdone, un muchacho de unos 23 años, con una herida de bala en un hombro…
-Acaba de salir. Le acompañaba un doctor. Él es quien se ha encargado de los trámites con la Policía…
-¿Y sabe Vd. que doctor era?
-Claro. El Dr. Fabregat. Dos veces por semana trabaja aquí.
A Peláez le cayó el mundo encima.
-¿Cómo?...quiero decir, ¿acaso le llamó el muchacho?
-Perdone…-la enfermera empezó a sospechar de tanta pregunta-, para empezar, ¿quién es Vd.?
-Perdone, un amigo de la familia. Es que con los nervios del momento…precisamente estos días he coincidido con el Dr. Fabregat en su sanatorio. Si desconfía Vd., puede llamarle y…
-Espere aquí un momento.
Peláez vio a la enfermera llamar desde el mostrador. Aguzó el oído.
-Dr. Fabregat, soy la enfermera Navas, de Pere Camps, ¿sabe Vd. el muchacho que vino a buscar? Si…que Vd. avisó que vendría…pues hay un señor haciendo preguntas. Si…ahora se lo pregunto –girándose-. Perdone, ¿cómo se llama…? Doctor, se ha ido…
Peláez ya no escuchó las últimas palabras. Gabriel y su padre estaban en peligro. Corrió como alma que lleva el diablo y dos calles más abajo encontró al taxista que había parado a comerse un bocadillo.
-¿Sigue libre?
-Comiendo un bocadillo, que digo yo que habrá que alimentarse, ¿no?
-Recuerde el billete de 1.000 pesetas.
-Amigo mío –dijo el taxista mirando el bocadillo- tendrás que esperar un poco más.
-Vamos al sanatorio del Tibidabo. Necesito llegar ayer.
-Mis amigos me llaman Fangio, no sufra.
Y tal pareció que el taxista fuera el excampeón de formula uno. A favor del nuevo Fangio jugaron los semáforos, tantas veces vilipendiados, que tuvieron la amabilidad de estar en verde al paso del taxi.
-Oiga –dijo el taxista- ¿no será Vd. detective? Porqué yo le puedo ayudar. La verdas es que cosas como esta no salen cada día.
-Gracias, quédese aquí con el motor en marcha y las luces apagadas. Si en quince minutos no estoy aquí, váyase y olvide que me ha visto.
-No sufra que aquí estaré. Que mi turno no acaba hasta el amanecer. ¡Y me lo estoy pasando bomba!
Peláez dejó el sendero principal para dirigirse, a través del césped, a la izquierda del edificio. Miró a través del segundo gran ventanal, el que daba al despacho del Dr. Fabregat.
No entendía nada. Allí estaban el doctor, Gabriel y Jerónimo Valldaura, sentados en cómodos sofás. Pepe les servía café y cognac francés (Courvoisier, concretamente).
La secretaria de Fabregat abrió la puerta y dio paso a Lola, la hermana de Jerónimo y esposa de Conrado Berenguer. No parecía tan enferma como decían.
Peláez hubiera dado lo que no tenía para poder escuchar. Intentó separar un poco las hojas del ventanal. Sonó una alarma.
Pepe clavó su fiera mirada en el ventanal y en los ojos de Enrique Peláez. Este echó a correr. Pepe salió por la puerta principal y empezó a ganarle terreno. Faltaban diez metros para llegar a la verja de entrada. Peláez podía sentir el aliento de Pepe en su nuca. De pronto, Pepe cayó al suelo sujetándose la rodilla. Emergió Fangio detrás de un arbusto, con una llave inglesa en la mano.
-¡Me lo estoy pasando bomba!
-¡Corra Fangio!
Se metieron en el taxi y, tras una carrera, llegaron al bar de Carmen. La patrona vio entrar precipitadamente a los dos hombres y los metió en la trastienda. Peláez le contó todo lo sucedido esa tarde. Carmen salió y echó al último parroquiano y a su turca (no, no es que fuera una señorita de esa nacionalidad), bajó las persianas y volvió a la trastienda.
-Carmen, tengo que pensar, reflexionar sobre lo que he visto.
-Enrique, quédate aquí esta noche. Mañana ya veremos que hacer. En cuanto a Vd., Fangio, no l conocen. Si sale por la puerta trasera podrá volver a su casa.
-Vale. Pero miren, este es mi teléfono –y lo escribió en un papel- y este el de mi cuñado. Si no estoy en uno, estaré en el otro. Además, mi cuñado es estibador en el puerto. Si hacen falta dos brazos fuertes, él seguro que también se apunta.
-Gracias Fangio –dijo Peláez-, hoy me ha salvado Vd. la vida.
-Nos vemos -y salió por la puerta trasera-.
La verdad es que Peláez tenía la adrenalina por las nubes. Cenaron un poco de “pan y pillao”, consistiendo el “pillao” en un chorizo y unas morcillas que le habían traído a Carmen unos primos del pueblo de su difunto. Remojaron la cena con un tinto del mismo pueblo, localizado en el Priorat, noble pero contundente. Cerraron con una copa de Jack Daniels y los consiguientes cafés.
Tras los cafés llegó “el postre”. Entre ellos no podía faltar. Era instintivo. Crecía un sentimiento cada vez mayor entre ellos. Pasión, ternura, amor en definitiva.
Carmen se durmió profundamente. Peláez no podía. La adrenalina seguía por las nubes y no podía parar de darle vueltas a lo vivido y a lo visto. E intentaba analizarlo. Comprender. Deducir.
Al final se durmió de puro cansancio. Pero su cerebro seguía trabajando. Durmió apenas dos horas. A las cuatro de la madrugada estaba desvelado. Se levantó, puso una cafetera en el fuego y encendió un cigarrillo. Cogió bolígrafo y papel y fue anotando lo que recordaba para intentar poner en claro la situación.
A las cinco se levantó Carmen. Tras desayunar, Peláez decidió pasar por su piso para recoger la libreta donde había anotado las conversaciones con Jerónimo Valldaura, con Gabriel y con el Dr. Fabregat. El rellano estaba a oscuras. Peláez abrió la puerta y sintió un fuerte empujón que le lanzó al interior del piso.
-¿Qué tal, plumilla? –dijo Pepe sonriendo- ¿O eres detective? Si hombre, como en las películas.
Peláez no sabía que le dolía más, si el cuerpo de los sopapos que tenía por costumbre darle ese mastodonte, o la mente de escucharle decir tonterías.
-Para Vd., Sr. Peláez –se atrevió-, que no recuerdo haber comido en la misma mesa.
Pepe se abalanzó sobre él todavía con la sonrisa en los labios.
-Veremos si en un rato eres tan chulito, plumilla.
Peláez quedó fuera de combate con un pañuelo de cloroformo.
Debían haber pasado unas cuantas horas porqué el sol ya estaba poniéndose cuando despertó. Estaba en una habitación parecida a la de Valldaura. Le pesaba la cabeza. El sinsustancia de Pepe le debía haber puesto demasiado cloroformo. Suerte que podía contarlo. Intentó levantarse. Escuchó una voz familiar a su lado:
-Sr. Peláez no se esfuerce. Debe descansar –dijo Gabriel, sentado en un sofá a su lado, con el brazo en cabestrillo-. 
-Gabriel… 
-Tranquilo, ahora vendrá el doctor.
-Fabregat, supongo…
-Claro Sr. Peláez.
¡Que equivocado había estado! ¡Ahora si lo entendía todo! No había micros en la habitación de Jerónimo Valldaura. Tan sencillo como que el enfermo había alertado a Pepe de su pregunta sobre le comisario Arbeloa y le tenía vigilado. Por eso sabía lo de Carmen. Asu vez, Gabriel vivía engañado. Le habían hablado de Arbeloa y la guinda del pastel fue implicarle a él ante el muchacho, razón por la que había recibido un tiro que reforzaba las teorías que su padre le había contado (a Gabriel, y también a él), sobre la culpabilidad de Conrado Berenguer en la muerte de su hermano y de su hijo mayor.
Los motivos de Jerónimo: concentrar el poder para si, mantener el apellido, los contactos de la familia con el Régimen. Su hijo mayor no era de tal parecer. Era, por tanto, prescindible. Fue el mismo Jerónimo quien, de acuerdo con Fabregat, se retiró al sanatorio. Desde allí podía conspirar con mayor libertad. Que Mercedes, su esposa, tuviera una aventura con Conrado, solo hacía que reforzar el núcleo duro de la familia, con su hermana Lola, y convencer a su hijo Gabriel (el que mantendría el apellido) de que su bando era el correcto, obviando años de desencuentros, menosprecios y abandono con Mercedes.
En lugar de Fabregat entró en la habitación el enfermero número uno, el excelso intérprete de Chopin, el pozo de sabiduría…(¡caray!, como le había afectado el cloroformo), en resumen, el zopenco de Pepe.
-Venga dormilón, que quieren verle…
“Ayudó” a Peláez a ponerse en pie sujetándole por el brazo y, seguidos por Gabriel, salieron de la habitación. Se dirigieron al despacho de Fabregat. Jerónimo lucía una mirada jocosa, Lola marmórea. Fabregat, en cambio, semejaba un perrillo a la espera de la caricia o de la aprobación de sus amos.
-Enrique –abrió Jerónimo-, mi querido Enrique. Vd. solo tenía que tomar notas para el libro que mi pobre e iluso cuñado le había encargado. ¿Quién le mandaba hacer de Philip Marlowe? ¿Sabe?, los detectives solo triunfan en las películas, ganan a los malos y se quedan con la chica. Vd. ya tenía a la chica, ¿para qué necesitaba saber quienes eran los malos? O, para el caso, los buenos.
-Gabriel –dijo Peláez ignorando a Jerónimo-, ¿sabes quien es el responsable de las muertes de tu hermano y de tu tío?
-Rojos desafectos al Régimen –respondió el muchacho-. Mis tíos engañaron a mi hermano que cayó por ser quien era, para dañar a mi padre.
-¡Despierta muchacho! –bramó Peláez-. ¿Qué sucedió cuando hable con tu padre del comisario Arbeloa? Tu tío no sabía nada de nuestra conversación.
-¡Tonterías! –tronó Lola-. Mi hermano y mi sobrino eran unos pusilánimes, y subversivos por añadidura. El buen nombre de los Valldaura, su posición y la empresa deben prevalecer. Caiga quien caiga.
Gabriel quedó mudo. Peláez lo aprovechó.
-Ya, pero Conrado y Mercedes, sus cónyuges, no pensaban como Vds. Que yo entrevistara a Jerónimo para un libro fue un intento de Conrado por hallar una grieta en sus armaduras, algún detalle. ¿Y tu madre Gabriel? Ella te ha dado la vida…
-Ella y mi tío…
-¡Y tu padre y tu tía!
-Insensato! –estalló Jerónimo-.
Pepe llegó primero y le soltó un sopapo a Peláez (¡que grande era Pepe para los trabajos manuales!). Intervino Fabregat:
-Bueno Peláez, no se preocupe. Ahora le pondré una inyección que le aliviará los efectos del cloroformo…
-Ya –cortó el aludido- Y yo tengo que creerle. Quizás me alivie eternamente y acabe tomando el desayuno con San Pedro.
Pepe le sujetó. Fabregat se acercó a Peláez jeringuilla en ristre.
Un estruendo seguido de una lluvia de cristales asoló la sala cuando cedió el ventanal del despacho del doctor.
-¡Me lo estoy pasando bomba! –exclamó Fangio, entrando seguido de un hombretón de 1,90 con brazos como columnas.
Fangio golpeó la mano del doctor rompiendo la jeringuilla y su cuñado (sin duda aficionado a la “traumatología” como Pepe), le aplicó al enfermero un tratamiento más intensivo si cabe que el que había sufrido Peláez, arrojando al zopenco en brazos de Morfeo.
Por la puerta del despacho entraron Carmen y Conrado Berenguer. La mujer agarró de la mano a Peláez y salieron del despacho seguidos de Fangio y de su cuñado.
-¿Y Conrado? –preguntó Peláez-
-Tiene cuentas pendientes con su familia –respondió Fangio-.
Vio a Mercedes sentada al volante de un coche deportivo, con el motor en marcha.
Arrancaba el taxi cuando escucharon tres disparos seguidos y un cuarto más espaciado. Con el rabillo del ojo vio Peláez salir a la carrera a Conrado y a Gabriel, (no iba a dejar el notario a su amada sin el único hijo que le quedaba). Se giró totalmente a tiempo de ver como lo dos hombres subían al coche de Mercedes.
Peláez y Carmen pasaron la noche en la torre que Conrado tenía en Llavaneras, donde nadie les buscaría. Fangio y su cuñado volvieron a sus domicilios.
En el salón de la torre vieron un sobre a nombre de Enrique. Dentro había dos pasaportes a nombre del escritor y de Carmen, un enorme fajo de francos franceses y un título de propiedad de un piso en París, así como dos billetes de tren de Perpignan a la capital de Francia para el día siguiente. Asimismo había una nota de Conrado que les agradecía lo hecho y les sugería como proceder.
Cruzaron la frontera. Iban a empezar una nueva vida. Pasaron la noche en Perpignan, no sin un asomo de temor.
A la mañana siguiente, vieron a un hombre esperando el tren con un ejemplar de “La Vanguardia”. Le pidieron hojearla y el hombre, solícito, se lo permitió. En portada, la muerte de los hermanos Valldaura, Fabregat y Pepe. En páginas interiores, el comisario Arbeloa glosaba la figura de los muertos como ejemplo de personas afectas al Régimen y juraba que cazaría a los culpables.
Al mes de estar en París, regentando Carmen un bar en el Quartier Latin y dedicándose Peláez a escribir en “Le Monde” y, a ratos, su novela, fueron a pasear en su día libre por Montmartre. Se detuvieron ante un quiosco. En portada de “Le Monde” salían Conrado Berenguer, Mercedes y, tras ellos, Gabriel. Estaban en un congreso que se celebraba en Perpignan de opositores al Régimen.
Y Conrado Berenguer era aclamado como líder de la oposición democrática. 






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